lunes, 9 de marzo de 2009

El español: ¿una lengua viva?

Esther López-Portillo


El español, derivado del latín —como muchas otras lenguas—, fue conocido en un primer momento sólo como “castellano” porque surgió en el reino de Castilla. Con el pasar del tiempo y el descubrimiento de América, el castellano se extendió por Europa y el “nuevo continente” hasta convertirse en una de las más importantes del mundo; más de trescientos millones de personas la practican día con día: leen, escriben, hablan, piensan y se comunican con ella. Es la tercera lengua con más hablantes en el mundo. Se ubica después del chino, con mil millones, y del inglés, con cuatrocientos.

Hoy en día es un idioma hablado en España y diversos países de América, que, a pesar de sus variantes, se mantiene en una línea. Esto sucede porque existe algo a lo que se ha llamado “norma culta” —código común a todos los hablantes—; es decir una serie de reglas que se han creado con el pasar del tiempo para proteger un mismo modelo de lengua.

La Real Academia Española, fundada en 1713, ha sido el organismo unificador por excelencia de nuestra lengua, sobre todo en lo que toca a los aspectos ortográficos y léxicos; a partir del siglo XIX, la Academia comenzó a trabajar en conjunto con las constituidas en los países hispanohablantes de América; así han creado un frente común para mantener y defender la unidad del español, con base en la norma culta que ya mencionamos.

Pero, ¿cómo trabajan? Los académicos se reúnen una vez por semana en la sede de Madrid, en España. En esas reuniones acuerdan el curso de la lengua, la inclusión o exclusión de nuevas palabras, así como sus significados y definiciones. Cabe aclarar que no son ellos los que elaboran las propuestas o los que imponen formas y patrones, sino al contrario: rastrean el uso de palabras para decidir si son aptas para ser incluidas o aceptadas oficialmente en el gran abanico del español.

Así ha sucedido con palabras muy usadas en México como “chido”, algo que los académicos definieron como “bonito, lindo o muy bueno”; “cantinflear”, palabra que surgió del personaje de Cantinflas y que significa “hablar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada”; “chale”, que según la Academia significa “persona, residente en México, originaria de China, descendiente de chinos o con rasgos orientales”; “chorcha: reunión de amigos que se juntan para charlar” y otras derivadas de las lenguas indígenas como huipil, tepache, huarache, tlacuache, etcétera... De seguir, los ejemplos nunca llegarían a su fin.

En realidad la Academia no dicta, sino que da fe de las palabras más utilizadas en los países de habla hispana y, por decirlo de algún modo, las oficializa para incluirlas en su diccionario, que es, sin lugar a dudas, el más conocido y consultado de nuestra lengua. Hasta hoy se ha reeditado 21 veces desde 1739. El diccionario entonces no hace las propuestas sino que plasma lo que el uso —es decir los hablantes— ha establecido.

Con la explicación anterior no vaya a pensar que agregar palabras es una tarea fácil. Por el contrario: el proceso para que una palabra sea aceptada es largo y comienza cuando la Real Academia Española recibe la sugerencia; posteriormente la palabra en sí se remite al Instituto de Lexicografía, donde es estudiada; de ahí surge la primera propuesta de ortografía y significado en forma, misma que se turna a alguna de las dos comisiones de la Academia, según su naturaleza: humanidades o ciencias y técnica, donde un grupo de investigadores analiza el vocablo y lo dictamina antes de enviarlo a una Comisión Delegada del Pleno de los académicos.

Pero, ¿quiénes son los académicos? Personas que han destacado en la creación literaria, especialistas en las cuestiones formales de la lengua y personajes que no son literatos, lingüistas ni filólogos, pero que han destacado en otros ámbitos profesionales y tienen interés en las formas del idioma. Ser parte de la Academia tampoco es sencillo: para empezar, el candidato necesita ser propuesto por tres académicos y posteriormente elegido en una votación plenaria.

Ya que se logran consensos en la sede de Madrid sobre las palabras a incluir y excluir en cada nueva edición o enmienda al diccionario, el bloque de propuestas se envía a las academias latinoamericanas, donde se estudian las palabras, se analizan los significados que les fueron dados y se realizan las observaciones que los académicos de cada región consideran pertinentes; después el bloque regresa a la sede principal de la lengua y hasta entonces se puede decir que la enmienda fue autorizada. El proceso dura aproximadamente seis meses.

Como en todos los campos humanos, las palabras —en tanto sirven como instrumentos de comunicación para los individuos— no pueden permanecer al margen de la polémica. Eso sucedió por ejemplo con una palabra repetida de forma oral y escrita millones de veces a través de todos los medios antes de lograr definirla: globalización. De acuerdo con los anales de la Academia para lograr el significado (“ tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales”), se necesitaron más de diez sesiones plenarias para que los académicos acordaran una definición debido a la carga ideológica implícita en el vocablo.

Para terminar, una frase de Vidal Lamiquiz: “La tarea esencial del lingüista es describir el modo de hablar de la gente y no prescribir cómo debe hablar. En otras palabras, la lingüística es descriptiva pero no prescriptiva”. *


Bibliografía:

• Alarcos Llorach, Emilio: Gramática de la lengua española. Madrid, Espasa-Calpe, 1994.

• Lamiquiz, Vidal: Lengua española. Método y estructuras lingüísticas. Barcelona, Ariel Lingüística, 1989.


* Lamiquiz, Vidal: Lengua española. Método y estructuras lingüística. Barcelona, Ariel Lingüística, 1989.

Obtenido el 9 de marzo de 2009 de: http://sepiensa.org.mx/contenidos/2005/espa_lengViva/espLenViva_1.htm