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lunes, 30 de marzo de 2020

La flor del olivar

Carmen Lyra


En un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devolverle la vista.

Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. Él sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:

—Señor rey, si usted quiere curarse, lávese los ojos con el agua donde se haya puesto la Flor del Olivar.

El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.

El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.

Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera, y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba compasión oírlo. La mujer dijo al príncipe:

—Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.

—¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí –y continuó su camino. Pero nadie le dio razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.

Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vio a la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y es que era tan mal corazón como el otro, le respondió: —¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos.

Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar.

Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.

Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar. Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.

Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el príncipe bajó de su caballo y buscó de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dio a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos desmigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dio con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acostó bajo un árbol.

La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en qué andenes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.

—Si no es más que eso, no tiene usted que dar otro paso –le dijo la Virgen–. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.

Así lo hizo el príncipe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, besó al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.

Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseñó la Flor. Ellos lo llamaron y lo recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron.

En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.

Cuando estuvo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron.

Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.

Los príncipes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavó el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo a sus hijos que, al morir, su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.

Entretanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día pasó un pastor y cortó una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oír cantar así:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oírla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quien no anduviera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.

Llegó la noticia a oídos del rey, y este hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oír la flauta, recordó la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada. Pidió al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos, la flauta cantó así:
No me toques, padre mío 
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los príncipes.

El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:
No me toques, madre mía,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos príncipes estaban pálidos y con las piernas en un temblor. El príncipe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta cantó:
No me toques, hermano mío,
ni me dejes de tocar,
que aunque tú no me mataste
me ayudaste a enterrar.
El príncipe mayor, por orden de su padre, tuvo que tocar la flauta:
No me toques, perro ingrato,
ni me dejes de tocar,
que tú fuiste el que me mataste
por la Flor del Olivar.
El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo, y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Las cataplasmas

Enrique Ruiz Alba

"¿Qué horas son éstas de llegar?

"¡Ahora se quedan sin cenar o… agarren, si quieren!".

Era la voz de mi madre en son inequívoco de reprimenda por llegar tarde a casa. Y eso se sucedía casi a diario, cuando mi hermano Luis y yo sobrepasábamos el horario permitido por la autoridad hogareña: nueve de la noche.

Volvíamos de la reunión nocturna con los muchachos del barrio en la esquina preferida. Se juntaba la palomilla para dar rienda suelta a sus juegos infantiles de los que terminábamos cansados, exhaustos, pero felices.

La primera sentencia maternal nunca se cumplía; siempre hacíamos caso de la segunda: "Agarren si quieren". Íbamos directos al pretil, junto a la hornilla, en donde no faltaba la olla de barro con frijoles, la vasija con leche y un comal todavía calientito sobre el cual abundaban las tortillas doradas.

Las embadurnábamos de natas, de frijoles y salsa. El tronar de las tostadas trituradas por nuestras dentaduras rompía el silencio de la noche en un hogar en que todos dormían, menos Luis y yo. Junto a la hornilla que mantenía vivas las últimas brasas de la leña que las producían, nos dábamos el banquete nocturno.

¡Qué esperanzas entonces de refrigerador o estufa! Y no es que no se hubiesen inventado, pero mi padre era un modesto empleado postal y mi madre, de honda raíz campirana, detestaba lo moderno. "No hay como las ollas de barro y la leña para una comida sabrosa", decía.

Después de la auto-cena, a la cama, a disfrutar de un sueño profundo únicamente interrumpido por la voz de mi madre por la mañana, exigiendo nos levantáramos para ayudar en los quehaceres domésticos antes de almorzar e irnos a la escuela.

"Tú barre la calle, juntas la basura y riegas antes de que pase el camión; y tú lavas el chiquero y sacas la porquería. ¡Y lo hacen bien, porque voy a ir a revisar!".

Bueno o malo, el trabajo se cumplía; de lo contrario, ella cumplía sus amenazas. Jalones de orejas con un: "¿No viste esa basura, malhecho?", o coscorrones acompañados de: "¿No te dije que sacaras la porquería?", eran muy frecuentes respuestas a nuestras deficientes tareas.

Después del almuerzo, el peregrinar a la escuela, no sin antes llenar el requisito del aseo personal, realizado siempre con agua fría, así estuviera helando. ¡Ni esperanzas de boiler en nuestra casa!

Al regreso de clases escuchábamos el recordatorio vespertino: "Van a dar la última llamada para el rosario. ¡Váyanse pronto y cuidado con quedarse en el jardín!".

¡Y allá íbamos los hermanos a escuchar los rezos del padre Luna y a repetirlos con él: "Santa madre de Dios… Dios te salve, María, llena eres de gracia… Padre nuestro, que estás en los cielos… Tercer misterio…". Cuando llegábamos al quinto misterio estábamos dormidos. Pero Chava Medallas, tonto de capirote que debía su nombre a que Ilevaba colgado al cuello un centenar de rondanas metálicas con efigies de santos, se encargaba de despertarnos. Sobrino de vieja solterona que vivía en el templo, era un vigilante gratuito del respeto que la feligresía debía guardar en los actos religiosos.

Cuando más profundamente dormidos nos encontrábamos, se acercaba rozando levemente sus pies sobre las baldosas del templo y, sin más, nos jalaba los diablitos (puntas de las patillas), que nos levantaba como resortes y en no pocas ocasiones nos hizo lanzar gritos de dolor.

"La letanía del Señor: 'Sangre de Cristo, embriágame… Agua del costado de Cristo, lávame…'". No respondíamos, el sueño nos tenía vencidos; pero allí estaba el cuico oficial para cumplir con su deber. ¡Ah, pero la venganza es dulce y más cuando se produce pronto! Allí, bajo la sombra de las moreras del jardín Azcona, esperábamos al verdugo. Diseminados en torno al templo del Sagrado Corazón, junto a los resbaladeros, permanecíamos a la expectativa, algún día iba a salir.

Chava Medallas usaba calzón largo de manta con velas (cordones) ubicados arriba del trasero. Bastaba un ligero tirón de cualquiera de las puntas para que la prenda se viniera abajo. Una de las muchas víctimas del despertar de Chava Medallas cuando este salía del templo, le interceptaba hablándole con voz suave, hasta melodiosa, para preguntarle sobre los milagros de cualquiera de los santos que colgaban de la sarta prendida al cuello. Cuando más inspirado estaba en explicarlo, llegaba otro por detrás, pegaba el tirón a las velas ¡y allá iba el calzón hacia abajo!

Enfurecido se lanzaba contra los malditos, muchas veces sin intentar siquiera subir la prenda a su sitio natural, por lo que era frecuente visitara el suelo. La huida nuestra, coreada con risas burlonas, enmarcaba la venganza sobre aquel tipo, que fue uno de los personajes populares de mi tierra.

Lo malo, en cada ocasión que esto sucedía, y que era casi todos los días, era que en su frustrado afán de contravenganza siempre arremetía contra el primer cristiano que se atravesara a su paso, por lo que muchos inocentes ajenos a nuestras travesuras pagaron el pato, al rodar por el suelo como producto de sus fuertes embestidas.

Después del rosario o la "Hora Santa" volvíamos a casa y pedíamos permiso para "ir a jugar a la esquina", solicitud que siempre era concedida, no sin recibir la sempiterna advertencia: "Se vienen temprano. No se tarden o se quedan sin cenar".

Mi querido padre, cómplice bondadoso de nuestras inquietudes infantiles, nunca decía nada. Pegado al vetusto Westinghouse se deleitaba escuchando las noticias de la época: 

"Comenzó la invasión de Normandía", "Posición nazi cayó en poder de Montgomery", "Eisenhower avanza con sus aliados", "MacArthur arrasa en Filipinas". En fin, lo que entonces era expectación: la Segunda Guerra Mundial.

Nosotros, ajenos al problema bélico, nos dábamos cita en la esquina de la "Ola Marina" para disfrutar nuestra sana infancia a la luz de opaco bombillo público, muy lejos del conflicto que conmovía al mundo. Nosotros teníamos el nuestro, sabor a gloria: esa infancia que añoro.

"Uno, por mulo; dos, patadas y coz; tres, pelitos de San Andrés; cuatro, jamón de sapo; cinco, de aquí te brinco…". Era el burro, juego tradicional que exigía la colocación de un elemento previamente designado para que sobre su lomo brincáramos todos los demás, teniendo que repetir, por obligación, esa especie de letanía.

O bien jugábamos al bebeleche (brincapetate), a la pegadilla o roña, a las escondidas, a todo aquello propio de nuestra vida infantil, la que llamo así porque a los diez años no pasaba por nuestra mente ningún indicio perverso que manifestara lo contrario.

Mi madre, en paz descanse, era muy dada a los remedios caseros, cosa natural en ella, dado su origen campirano. Que teníamos tos: cebo caliente untado en la garganta; que nos dolía el oído: ruda con alcohol introducida en el órgano auditivo; que andábamos mal del estómago: la repugnante purga, o bien la lavativa de agua caliente; y si era un dolor de muelas: algodón con clavo molido. No había enfermedad para la que mi madre no tuviera el remedio a la mano.

A resulta de ciertos achaques que le afectaron, recurrió a sus propios medicamentos. Nunca me enteré cuál fue el tipo de padecimiento, pero sí, por vez primera, escuché la palabra cataplasma, pues dijeron que era muy buena para su mal.

Una noche, después del rosario, llegamos Luis y yo a casa. Avisamos que estaríamos en la esquina y, tras el consabido "No se vayan a tardar, o se quedan sin cenar", enfilamos rumbo al sitio predilecto, en donde ya estaba el resto de la palomilla.

Y empezamos: "Uno, por mulo; dos, patada y coz; tres…". Vinieron otros juegos, hasta que, un par de horas después, sudorosos, cansados como siempre, decidimos regresar a casa, no sin escuchar el clásico: "Aquí se quebró una taza, cada quien gana para su casa".

Llegamos tratando de hacer el menor ruido posible, como nunca (eran las once de la noche) nos habíamos quedado en la calle. Temíamos un castigo severo. Empujamos la puerta y entramos de puntitas. Todos dormían. Mi madre, que roncaba fuerte, nos indicó con sus ronquidos que la vía estaba libre. Por lo menos esa noche quedaríamos a salvo de una pela.

Como de costumbre, nos fuimos derecho al pretil, ¡pero con desilusión!: ni olla de frijoles, ni natas, ni leche, ni siquiera tortillas tostadas junto a la hornilla. Hasta el comal había desaparecido. Nos miramos mi hermano y yo cara a cara, con expresiones interrogantes, y luego, resignadamente, nos fuimos a la cama.

El sitio destinado para mi rutinario descanso nocturno estaba cerca del que ocupaba mi madre. El de Luis, en sitio aparte. Cuando me senté en el bordo de la cama, advertí que en una silla colocada junto a la de la autora de mis días había unas tortillas, y sin más, para resolver mi hambrienta situación, empecé a engullirlas con voracidad. Ni siquiera dije a mi hermano de la existencia de aquellas quesadillas que me supieron a gloria.

Dormí plácidamente. Por la mañana, la voz maternal me despertó con su habitual letanía: "¡Levántense, para que barran la calle y el chiquero y se vayan a la escuela".

A la hora del almuerzo mi madre preguntó: "¿Quién se comió las tortillas que dejé anoche sobre la silla que estaba junto a mí cama?".

Ni modo de mentir, sabía que era peor, además que, de hecho, era el único sospechoso. "Fui yo", dije, balbuceante, esperando que la llanta de bicicleta azotara mis posaderas, como se estilaba en casos serios. Pero, para mi sorpresa, brotó una explosión de risa del resto de mis hermanos, de mi padre y de mi propia madre, cuando esta manifestó: "¡Tarugo, te comiste las cataplasmas que me puse anoche como remedio en las plantas de los pies!".

No he vuelto a comer quesadillas y cuando escucho mencionar las cataplasmas me dan ganas de vomitar. Aunque también, al recordar a mi querida madre, juro que si viviera le besaría sus plantas sin repugnancia alguna.

Publicado en Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 7, enero de 1978, pp. 33-35.

Los burros fusilados

Héctor L. Paliza

Tiene que haber sido la primavera. La mágica estación que todos los años saca de la tintorería el tapete de verdes profundos con pintitas de flores, que cubre las hermosas laderas cosaltecas.

Ni modo que fuera otra cosa, porque todos los signos son evidentes: en la primavera de Cosalá parece como si el agua de sus cascadas bajara desgreñándose; como que las cañas se hacen más respingadas, los viejos trapiches menos tosijosos y las mujeres más bonitas.

Ni una palabra más. Tiene que haber sido en esos días en que los guayabos anuncian que la fruta emblema de la región se dará en abundancia en patios y cañadas.

Pero vamos entendiéndonos.

Eran los años de mi general Gabriel Leyva Velázquez —el último gobernante sinaloense que viviera la paz postrevolucionaria— cuando sucedieron los hechos que vamos a narrarles.

Los Aragón, los Hernández y los Jacobo se disputaban, como siempre, el virreinato municipal. Como de costumbre también, el pueblo estaba dividido y el chisme amenazaba con llegar al arroyo.

Mi general, que nunca se daba mayor prisa para nada, meditó con serenidad el asunto. Ni unos ni otros. La tranquilidad idílica del viejo mineral no podía romperse por quítame allá esta presidencia. Así fue como, por carambola, llegó a ser primer regidor de la villa el profesor José Antonio Ochoa, cuya probidad era ampliamente reconocida por su desempeño como inspector escolar de la zona.

No hubo ni vencedores ni vencidos. El tercero en discordia resultó ser el perfecto jamón del sándwich, para gusto de todos. Tanto así que tirios y troyanos aplaudieron su obra, modesta pero comprendida.

¡Lástima que haya sucedido aquello, que de otra forma su gestión hubiera sido redonda, sin mácula! Pero la pizpireta primavera quiso otra cosa, como tengo dicho.

Cosalá se lavaba los pies en los arroyos que ya ensayaban a ser grandes. Los viejos panocheros se frotaban las manos en vísperas de la molienda. Los estudiantes exiliados regresaban a casa acompañados por amigos de la capital que ingenuamente se prometían divertirse como enanos, mientras las preciosas solteras confiaban en que el próximo baile de temporada las sacaría del pueblo, por la vía del matrimonio.

Fue entonces cuando cayó el rayo en seco.

Eran las primeras horas de la tarde. Los vecinos y los extranjeros venidos de Culiacán daban vueltas en la romántica plazuelita, piropeando a las chicas, mientras en el edificio de enfrente el profesor Ochoa se disponía a descansar de la interminable siesta en que lo sumían las exigencias de su cargo. Somnolencia que solo interrumpían los rebuznidos de igualados pollinos que también habían tornado la plaza para sus coqueteos.

La gente empezó a correr, a hacerse a un lado para dar paso a una pareja de asnos, que chiroteaban a lo largo del concurrido y único paseo del pueblo. El escándalo y el ruido que produjeron fue mayúsculo. Y la autoridad tuvo que intervenir para acabar con los revoltosos, que ya habían pisoteado el césped y las flores que adornaban la plazuela.

La orden fue terminante. La sentencia, radical. Ni corte marcial ni apelación alguna. Después se abriría la averiguación.

"¡Fusílenlos de inmediato! ¡Mientras que yo sea el que manda aquí no permitiré ningún desacato al orden, la moral y a las buenas costumbres!", gritó enfurecido el jefe del cuerpo edilicio cosalteco.

Y así fue. Los dos cuicos del pueblo, ansiosos de sacar la enmohecida fusca, cosieron a tiros a los dos borricos, para escarnio de tan vilipendiada raza.

Para ello —cuentan los testigos presenciales— se les formó el cuadro de rigor. Había que cumplir con los requisitos que marca el reglamento para estas ejecuciones.

El nombre de Cosalá, a raíz de este fusilamiento, fue traído y paseado en las páginas de la prensa nacional, que comentaron socarronamente este histórico episodio de los borricos pasados por las armas.

Les digo que fue la primavera. No me cabe la menor duda.

Tomado de Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 10, abril de 1978, pp. 32-33.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

El calabazo

Carlos Salazar Herrera
(Costa Rica)

Un día cualquiera, Tito Sandí abandonó su hogar.

Dejó un papel:

“Me voy, no me busquen. Los quiere, Tito.”

Hubo muchas conjeturas entre los vecinos.

“¡Qué extraño! Un hombre tan bueno, tan trabajador, tan cariñoso con su familia. ¿Otra mujer?... ¡Imposible! Tito Sandí adora a su esposa y a su parejita de niños. ¿Qué pudo haber pasado?”

Zoila, la esposa de Tito, quedó abatida; no obstante se hizo cargo, con ingenio y diligencia, de la administración de unas cuantas manzanas de tierra que dejó su marido, las cuales producían lo suficiente par a vivir.

Hecha de adobes, troncos y tejas, en el regazo de una colina, estaba la casa, cuya fachada daba al Poniente. En los atardeceres de marzo, el sol veíase del tamaño de una rueda de carreta pintada con minio, y llenaba la casa de armonías cromáticas; colores planos, audaces y cálidos, como los cuadros del pobre Gauguín.

Y el tiempo pasó, y pasó a grandes zancadas, dejando huellas permanentes en las cosas y en los sentimientos; y desde que Tito se fue, cinco veces el verano derramó colores sobre la casa, sin que se tuviese noticias del ausente, hasta que, cierta calurosa tarde, llamó a la casa de Zoila un hombre desconocido. Era un hombre tranquilo, algo viejo y algo enigmático. Parecía un santo de madera con todos los surcos de la gubia; una figura de ca oba que hablaba, que hablaba despacio, muy despacio, en voz baja y con frases cortas, separadas por silencios angustiosos.

—Buenas tardes... ¿Es usté la señora Zoila de Sandí?

—Pa’servirle.

—Gracias, igualmente. Yo me llamo Juan José Zárate, amigo de su esposo Tito Sandí.

—¿De veras? ¿Sabe usté donde está él?

—Sí, Señora.

—Pase adelante y se sienta, tenga la bondá.

—Gracias... ¡Qué calor est’haciendo!

—Mucho, sí señor.

—...Todos tenemos penas en esta vida. ¿Verdá?

—Sí, mas hay que tener paciencia.

—Así debe ser. Pero mientras haya salú...

—Eso es lo principal.

—...¿Que tal están sus chiquitos?

—Muy bien, a Dios gracias.

—Se llaman Tito y Zoila, como ustedes, ¿verdá?... Me lo dijo su esposo... ¡Uf!... ¡Qué calor!

—¿Quiere un vaso de agua?

—No, Señora. Muchas gracias.

—...Pero, ¡donde está él?

—¿Quién?

—Tito Sandí, mi marido.

—¡Ah!... Sí... Muy lejos, por onde llaman Curridabá... Se quedó allí... Allí quedó.

—Y dígame, ¡por amor de Dios! ¿por qué no viene?, ¿por qué no me escribe?, ¿porqué nos abandonó?, ¿qué hace?, ¿que tal s’encuentra? ¡Cuénteme algo d’él, pronto, por favor! ¿No sabe que hace cincuaños m’estoy muriendo por saber algo de Tito?

El ambiente estaba como saturado de sensiblerías.

Juan José Zárate, con los labios apretados, levantó despaciosamente la cabeza y se puso a recorrer con sus miradas las vigas del techo. Tornó a bajar la vista y, sin mirar a Zoila, dijo con voz más lenta aún, casi en secreto, con frases cortas y siempre separadas por silencios angustiosos:

—Hace tres días... se murió Tito Sandí. Murió... murió leproso... Poco antes de morir me contó que cuando supo que estaba... así, abandonó la familia pa’no pegarle l’enfermedá... Dicen que se pega, pero no es cierto. Tito que dijo qu’él cre que hizo bien. Que no le contó nada a usté, porque usté no lo hubiera dejado irse. Que a la par d’él, siempre hubieran vivido ustedes con miedo... Me dio las señas d’esta casa, y me pidió que viniera a contárselo todo. ¡Ah!, y que no les manda nada, porque no tiene nada que mandarles. Después me dijo una cosa muy rara... y muy bonita: “Que si pudiera mandarles algo, sería un calabazo llenito de lágrimas.”

Cuando Zoila de Sandí se descubrió la cara, que había ocultado entre los pliegues de su delantal, ya Juan José Zárate se había marchado, sumergido en un ocaso como nunca.

martes, 6 de noviembre de 2018

La casa embrujada

Salvador Salazar Arrué (Salarrué)
(El Salvador)

La casa vieja estaba abandonada allí, en el centro del enmontado platanar. La breña bía ido ispiando por las claraboyas que los temblores abrieran para ispiar ellos. Tenía una mediagua embruecadiza, donde hacían novenario perpetuo los panales devotos. En los otros tres lados, ni una puerta; apenas un rellano de empedrado, ya perdido entre el zacate que lambía gozoso las paredes lisas: aquella carne de casa, blanquiza en la escurana vegetal, con un blancor que deja ganas de tristeza y que infunde cariño.

Los mosquitos se prendían en el silencio, como en un turrón. El tejado, musgoso y renegrido, era como la arada en un cerrito tristoso. El viento había sembrado allí una que otra gotera fructífera, con ráices diagua y flores redonditas de sol, que caminaban por el suelo y las paredes del interior. La casa vieja taba dijunta, enderrepente.

Según algunos vecinos, aquel abandono se debía a que laija del viejito Morán, que vivió allí, bía muerto tisguacal. El maishtro Ulalio decía que era porque espantaban: "Sale el espíreto de la Tona", decía; "yo luei visto tres veces: chifla y siacurruca; chifla, y se acurruca: después, mece las mangas y se dentra en el platanar".

Ño Mónico, que estaba loco de una locura mansita —porque hablaba disparates muy cuerdamente—, decía con el aire de importancia y superioridad que lo caracterizaba:

—¡Ah..., no señor..., nuai tales carneros aloyé, nuai tales!... Siesque vinieron los managuas, despacito..., y cerraron las puertas cuando era al mediodía, aloyé. Dejaron adentro a la Noche, que bía venido a beber agua descondidas del sol. Allí la tienen enjaulada, aloyé, y la amarraron con una pita e matate. ¿¡Cómo se va!? Sestá pudriendo diambre: ya giede, aloyé, ¡ya giede! Pasa ispiando por los juracos de la paré; y, cuando nuentran sapos, aguanta hambre. Dende aquí sioyen a veces los destertores de la goma. Se va en friyo, aloyé. Un diya destos va parecer la yelasón derretida por las rindijas. Los managuas la vienen a bombiar todos los diyas, con ronquidos diagua, para joderla más ligero, aloyé...

Los zopes no se paraban nunca en el tejado. A veces el gavilán le hacía un pase, con su cruz de sombra; y dicen que la casa se encogía y pujaba. Taba embrujada. De noche se oiba el juí,juí de una hamaca. Un chucho, que llegó un día a oler la casa, salió dando gritos de gente por el monte y montado en su cola.

Las hojas enormes de los majonchos le hacían cosquillas a la casa con las puntas. Sus sombras, en forma de cejas, se mecían en las paredes, que parecían hacer muecas nerviosas. En un ventanuco que estaba en la culata una araña había enrejado, por si abrían... Las hormigas guerreadoras le habían puesto barba en una esquina. De cuando en cuando, una teja desertaba en el viento. Una tarde en que Ulalio se acercó, le hablaron desde adentro. Puso atención, y oyó la voz, sin entender las palabras: "era como que vaceyan un cántaro" decía, "me dentro un friyo feyo en el lomo y salí a la carrera".

Una vez pasó cerca el cura. Le pidieron consejo y él quiso ir a ver la casa del embrujo. Se apió; y, remangándose la sotana, fue al platanar con Ulalio, la Chana y Julián.

—¿Quién vivió allí?

—El viejito Morán y suija que murió de lumonía. Otros dicen que taba tubreculosa.

El cura llegó hasta la mediagua. Los panales empezaron a confesar su misterio. Abrió sin temor las puertas desvencijadas. El cadáver de la noche, que había quedado recostado en la puerta, se derrumbó hacia afuera. Instintivamente, todos dieron un paso atrás. Rápida, como un rayo de carne, una culebra negra y brillante salió y se perdió en el monte. Los sapos venían saltando hacia afuera, como piedras vivas. Entre los ladrillos verdosos, las rueditas de plata de las goteras se habían hecho hongos. El aire jediondo casi se agarraba con la mano. Una botella olvidada había ido apagando su brillo de puro terror.

El cura mandó a Julián por escobas y empezó a jalar los acapetates con una vara. Se desgajaban, haciéndose tierra. De aquella rama sombría del techo, los murciélagos se desprendían, como hojas, o se volvían a colgar, como frutas pasadas.

El cura estuvo toda la tarde limpiando la casa. Bendijo un tarro de agua y lo regó por todas partes. Sacó un libro y susurró latines. Clavó una cruz de palo en un pilar y ordenó que se dejaran abiertas las puertas para que oreara, que se desenmontaran los contornos, que se cogieran las goteras, se plantaran flores en el suelo y se colgaran macetas de las vigas.

Días después, el cura pudo ver la casa resucitada. El patio liso y barrido, las enredaderas trepándose por las paredes y las macetas colgadas de las vigas. Sonriente y gordo, palmeó en la espalda de Ulalio y le dijo:

—¿Conque, embrujada, eh?...

—¡No creya Padre, entuavía sioye un bisbiseyo!

No tenía pasta

Luis Gudiño Kramer
(Argentina)

Cuando mi compadre González jue nombrau jefe de policia de la capital, me hizo nombrar comisario en Santo Tomé. Yo andaba galguiando de pobre y fui. La comisaría en esos años era un pobre rancho, con un milico cansau, y dos cabayos reyunos.

Una noche de invierno, estábamos con el soldau, aburridos, cuando cayeron dos linyeras a pedir permiso para pasar la noche. Venían hambriaus, los pobres, y yo, ¿qué les iba a dar? Si andábamos casi lo mismo. Pero les di un alce. Les dije que juesen y se rebuscasen por las quintas, y volvieran temprano, que los íbamos a esperar.

Salieron los hombres y al rato nomás, ya sentimos dos tiros de escopeta.

Por detrás de los hombres, cayó un quintero a dar cuenta. Menos mal que no los vio, ni gritaron las gallinas.

Las plumas de las batarazas, que el gringo decía que tenía a punto de mandar a la exposición, que eran finas y vaya a saber cuántas otras ponderaciones, las tiramos en la letrina. Hicimos un puchero, comimos, y como después de medianoche pasaba un carguero, los hicimos embarcar a los linyeras y nos volvimos tranquilos. Recuerdo que los pobres, antes de subir al vagón, me dijeron: "Usté es un hombre gaucho. Nunca nos vamos a olvidar de usté."

Ya en la comisaría, al ir a anotar la denuncia del gringo, por las dudas, vimos que nos habían llevau el tintero, y caímos en la cuenta que también nos habían robau los cuchillos.

Después me trasladaron al Alto Verde. Nos culpaban de no vigilar y los gringos se quejaban de los robos de gallinas.

En el Alto Verde, estaba una mañana tranquilo, durmiendo, cuando me despierta el ruido de unas bombas. Como el río es angosto, se siente patente cualquier buya de la ciudá. Me levanto y le pregunto a unos guitarreros, que tenía presos porque habían andau haciendo barullo en el boliche:

--¿Qué será, muchachos, esta buya?

--Es por el 9 de julio, comisario -me contestaron...

--La pucha...Me había olvidau...

Bueno, dije, vamos a tirar unas bombas, siquiera. Pero, ¿de ánde yerba?

Entonces pensé en hacer unas descargas, pero no tenía más que cuatro carabinas de un tiro, y nosotros, con el melico, éramos dos, apenas. Nos fuimos, pues, con los presos y desde el borde de las barrancas hicimos unas descargas. Retumbaban los tiros en el agua. La gente de la vecindá comenzó a asomarse por las ventanitas de sus ranchos, los cogotes largos. Entonces los mandé a los guitarreros a buscar los instrumentos, bajo palabra, y mandé buscar un asau, un poco de vino y galleta.

Reuní a la gente, y festejamos el 9 de Julio. Viera qué farra se hizo. A la tarde estaba la gente alegre, y me pidieron permiso para hacer unos tiritos a la taba. Y le metimos nomás. Al anochecer hicimos baile, y hubiera visto, a los guitarreros, chispiaus, meta música, y la mozada divertida que daba gusto. Hasta se payó, amigo.

En lo mejor se nos presenta el sumariante, que venía por los detenidos. Lo invité a quedarse un rato, pa hacerle honor a la fiesta, pero el hombre cuando vio a los guitarreros contentos, cantando, y la mesa de monte en el medio de la calle, alumbrada por un Sol de Noche, me miró feo, y me dijo:

--Comisario. Esto no lo hace ni Paco Bustos. Renuncie amigo. Será mejor...

Yo no sé quien será el Bustos ese ¿no?, pero pa evitarme disgustos y no hacer quedar mal a mi pariente, renuncié. Y acá estoy, sin empleo.


Fuente: GUDIÑO KRAMER, LUIS, Cuentos de Fermín Ponce. Buenos Aires, Hoy en la Cultura, 1965 (págs. 63-64)

miércoles, 26 de agosto de 2015

De los Apeninos a los Andes

Marcelo Birmajer
(Argentina)


Debido a que nos mudamos, tuve que cambiar de colegio a mi pequeño hijo de cinco años. No fue fácil tomar la decisión.Intenté resistir: como los viajes en auto lo marean, propuse a mi esposa llevarlo yo mismo, caminando, hasta su antigua escuela. Si el “Marco” de Edmundo De Amicis caminó de los Apeninos a los Andes para reencontrarse con su madre, ¿por qué no iba a poder yo caminar doscientas cincuenta cuadras con mi hijo a cococho para salvarlo de la tragedia de cambiar de colegio? 

Pero mi esposa imaginó la escena: yo, exánime, desmayado; a merced de transeúntes desconocidos.

—Ya sé —grité como una eureka, imbuido de una convicción mística—. Vivimos en una carpa de lunes a viernes, al lado del mismo colegio. Y los fines de semana, volvemos a la nueva casa.

Pero mi esposa sugirió que yo no sería capaz de recordar sacarme las zapatillas cada vez que ingresara en la carpa, por lo que nuestra vida se tornaría un infierno. Y cuando ya estaba dispuesto a pagar la primera cuota del helicóptero, la decisión gubernamental de robarnos nuestros ahorros dio por tierra con la idea.

De modo que había que cambiarlo de colegio.

—Hablale vos —le dije a mi mujer—. Es fácil; explicale que hay cosas mucho peores: terremotos, tiburones. Contale que los que se pierden en el Triángulo de las Bermudas no vuelven nunca más; mientras que a él, sólo lo vamos a cambiar de colegio.

Mi mujer escuchó en silencio las propuestas y respondió:

—Si le hablo yo, le hablo yo.

Pero no le habló. Pasaban los días y, en ocasiones, no le hablaba porque estaba a punto de comer y no quería ponerlo nervioso, porque justo le había comprado un juguete nuevo y no quería arruinar la sorpresa o porque, en ese momento, no lo veía preparado.

Cuando me dijo que no le quería dar a las diez de la mañana la noticia para que se fuera a dormir tranquilo, supe que tendría que hablar yo.

Me preparé. Compré títeres, un video no violento de la anterior Europa del este y diversos discos compactos. Me dije que, antes de hablarle, le haría llegar el mensaje en forma indirecta. Subliminalmente, mientras jugaba con su Jedi, yo le hacía escuchar la canción "Presente", de Vox Dei: “Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina”.

Pero no pareció conmoverlo.

Interrumpía un cuento y le decía:

—Hijo, las abejas nacen, se reproducen y, lamentablemente, mueren. Todo cambia. Creo que las marsopas hibernan, es decir, pasan seis meses sin saludarse. Los osos, seguro. ¿Entendés?

Mi hijo pedía que le siguiera leyendo el cuento, afortunadamente escrito por personas normales…

Cuarenta y ocho horas antes de inscribirlo, mi esposa y yo descubrimos que si no le decíamos la verdad, mi hijo llamaría a sus nuevos compañeritos con los nombres de los anteriores.

—Yo se lo digo —dijo por fin mi esposa.

Lo despertó, porque el pobre dormía, le susurró al oído la terrible novedad y lo dejó seguir durmiendo.

—¿Estás segura de que te escuchó?

—Por supuesto —respondió mi mujer. Y se encerró a llorar en el baño.

Velamos junto a su cama: esperábamos verlo levantarse entre pesadillas, gritando el nombre de su última maestra, intentando aferrarse vanamente a los amados compañeritos, a los que nunca más vería. Por la mañana, cuando lo vimos desayunar en paz, supusimos que el mensaje no le había quedado claro.

—No vas a volver al colegio del año pasado —le dije con la voz trémula de dolor.

—Ya sé —dijo mi hijo con la tranquilidad típica de los negadores, liquidando su chocolatada.

Pasamos las siguientes horas como el reo que aguarda su ejecución. ¿Lloraría en la entrada, se quedaría lívido frente a las caras extrañas, sería éste el material de los peores conflictos de su futura vida adulta, estaríamos dándole la imagen de que el mundo es vertiginoso e inseguro? ¡Dios mío!

Finalmente, el hombre, mi hijo de cinco años, entró en su nueva escuela.

Todo parece indicar que jugó y conversó con normalidad. No le noté erupciones ni incoherencias. Como siempre, cuando le pregunté cómo la había pasado, me dijo que esas cosas sólo las hablaba con Batman. Le pregunté si había extrañado su antigua escuela.

—No te preocupes, papá —me dijo—. Si querés, un día te llevo a que te despidas de los otros padres.


Obtenido el 2 de julio de 2015 de: http://planlectura.educ.ar/pdf/literarios/birmajer.pdf

lunes, 20 de octubre de 2014

El umbral de la filera

Cuento de José Manuel Valenzuela Arce

“Es hora”, dice el maistro, y acto seguido, como ritual mecanizado, Conejo comienza a guardar cucharas, carretilla y demás instrumentos de trabajo; después se dirige hacia el tambo, de donde extrae un balde con agua y comienza a lavarse, untándose el jabón que el Guaymas le echa sobre la mano. Paulatinamente, sus tatuajes comienzan a aparecer entre los restos de cal y cemento que se diluyen con el agua.

— ¡Sabadito alegre! —grita el Chispiro, que ya trae las cervezas, y ahí mismo hacen la fogata y ponen sobre el asador la carne, tripitas y cebollas.

—Al rato nos vemos —dice el Conejo—, me voy porque le dije a mi jaina que la iba a llevar a ver una muvi.

— ¡No mames, Conejo! —le increpa el Guaymas—, ya cálmala con la leona, te trae bien zurumato y cacheteando el pavimento, pinchi mandilón.

Después de las peripecias ritualizadas del viaje en camión, Conejo se agasaja con su baño de jicarazo; luego se pone las garras de salir, las lucidoras, las del estilo, las quemadoras; garras acá, firmes. Minutos después se contempla frente al espejo; da una última pasada a sus zapatos con el trapo de franela que lleva en la bolsa, se faja a filera y, bien tumbado, sale a buscar a la Lety.

— ¿Quiúbo, mija, ya está lista?

—Ya casi, se me hizo tarde porque le ayudé a mi jefa con el jale de los tamales; pero aguanta, que de votada me alineo.

— ¿Sabes qué, mija? Mejor al rato regreso, voy a caerle un ratillo a tripear en la esquina y retacho en corto,

A un lado de la tienda de abarrotes, Conejo encuentra a sus homies; sus meros brothers en las buenas y en las malas, quienes como todos los fines de semana se esmeran en el turiqueo y el cuidado del terre.

— ¡Ésele, pinchi Conejo!, ¿qué onda, dónde te habías metido? Ya hasta creíamos que te habían quinceado o que te habías descontado a Los Ángeles. Pinchi amor te pegó recabrón, güey.

Conejo se acerca contoneándose y, mientras saluda a sus amigos, dice despacio, como disculpándose: “Acabo de salir de camellar y neta que la carrilla está machín, pero tengo que alivianar el cantón y, como la flecha es derecha, me cae que ultimora y hasta me arrano.

— ¡Hazte a un lado, güey, que esa pendejada se pega!

— ¡Órale, pinchi Conejo, mejor llégale a la quigua! —y le pasan una cerveza, que él empina hasta el fondo.

— ¡Órale, ése, ahí te llevo con la sed; pareces camello, güey!

—Cálmese, Luisillo, no me deje abajo, que usté es mi mero brother; o qué, ¿no somos carnales desde morrillos y nos hemos hecho paros en guato de broncas y nos esquineamos en los bonos y las quinceadas?

Luisillo y Conejo se abrazan y empinan las caguamas hasta el fondo. Después afloran los inevitables recuerdos: “¿Te acuerdas cuando me hiciste el paro con los de la Líber?”. “Pues claro, ése, ahí fue donde le apagaron el ojo al Monky”. “¿Te acuerdas cuando nos carrucharon en el bono de la Piri?”...
Y así se van introduciendo en el juego cotidiano de tejer recuerdos, a pesar de que la suya es una amistad alimentada del presente, de hazañas extraordinarias, desplantes certeros, venganzas honorables, aracles y torcidas.

Las cervezas son inagotables, como las bromas o los alardes de fuerza y osadía enmarcados por las risas que llegan hasta los límites territoriales controlados por el barrio. Cuando el Conejo ve su reloj ya son las nueve y media.

— ¡En la madre!, ya se me armó con mi ruca.

—No me vayas a dejar abajo, Conejo correlón —dice el Luisito— Desde que andas de caliente ya no la rolas como antes; se me hace que eres puro mandilón.

—Está bueno, ya párale, Luisillo; me voy a quedar otro rato pa que veas que soy firmes, pero conste que se me va armar con mi jaina.

Horas después el grupo continúa en la esquina, bromeando y tomando; los ojos rojos y las palabras arrastradas denotan los estragos de las interminables caguamas, que circulan entre carrilla o halagos al buen placazo del barrio; a sus aventuras, su invencibilidad, sus épicos desmadres.

Conejo y Luisillo enfatizan sus papeles protagónicos frente al grupo, pues ante propios y extraños, en los paros y las broncas, son reconocidos como los mejores del barrio.

En medio de hazañas reales e inventadas, aparece la pregunta inevitable, lanzada por el Juanillo desde su inamovible posición:

“¿Quién es mejor de los dos para los trompos?”, y las opiniones se dividen.

Conejo y Luisillo los escuchan divertidos, abrazándose y haciendo fintas de boxeo. Ante la insistencia de los amigos, Luisillo dice al Conejo con sonrisa de complicidad: “¿Qué onda hommie, nos damos un tiro acá, de compas, para que estos güeyes dejen de estar chingando?”

Al Conejo le entusiasma la idea, así que se abren y comienzan a danzar, marcándose golpes y paladas; pero luego, ya en calor, el tiro se va poniendo más bravo y los puñetazos suenan secos, aunque ellos, indoblegables, no dejan de sonreír y fanfarronear. Paulatinamente, la risa se va desdibujando sin que ellos dejen de pelear, haciendo gala de fuerza y agilidad. Caen al suelo y ahí continúan forcejeando hasta que los separan, pero se levantan y reinician la lucha. Los golpes comienzan a llegar con coraje, pero ya no escuchan las voces que tratan de separarlos. La sangre mancha sus ropas y sus gestos se endurecen. Repentinamente, en un movimiento preciso e imperceptible sólo denunciado por el clic seco que corta la noche, Luisillo saca a filera que lleva fajada y casi al instante truena también la filera del Conejo

Los navajazos rasgan el aire, pero ellos los esquivan con la agilidad animal que han desarrollado en tantas broncas vividas. A Conejo le comienzan a faltar el aire y los reflejos; siente que su condición física privilegiada empieza a fallarle, que el cansancio acumulado del trabajo intenta vencerlo, y no es lo suficientemente rápido para esquivar el cuchillo que entra en su pecho y le llega profundo, como el silencio repentino del barrio.

Luisillo tarda varios segundos en reaccionar; después se abalanza sobre el Conejo y, mientras lo abraza, le grita con voz tierna y llorosa: “! Levántate, Conejo! ¡No me dejes abajo! ¡Guacha, ahí viene la Lety! Levántate, carnal!”

Valenzuela Arce, José Manuel. El umbral de la filera. ICBC, Mexicali, 1993.

sábado, 4 de octubre de 2014

La botija

Salvador Salazar Arrué (Salarrué)
(El Salvador)


José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:

--¡Hijo: abrí los ojos, ya hasta la color de qué los tenes se me olvidó!

José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.

--¿Qué quiere, mamá?.

--¡Qués necesario que te oficiés en algo, ya tás indio entero!

--¡Agüen!...

Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.

Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.

--¡Qué feyo este baboso! --llegó diciendo. Se carcajeaba--; meramente el tuerto Cande!...

Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena. Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo:

--Estas cositas son obras donantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se encuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.

José Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la frente.

--¿Cómo es eso, ño Bashuto?

Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora.

--Cuestiones de la suerte, hombré. Vos vas arando y ¡plosh!, de repente pegas en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata.

--¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto?

--¡Comolóis!

Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales "él bía prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.

Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar --por lo menos sin darse cuenta-- y trabajaba tanto, que a las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco.

Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen "¡plocosh!" cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan el cielo.

Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuerpo y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados.

Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que este cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho por siacaso.

Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de José. "Es el hombre de Jierro", decían; "ende que le entró a saber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca...".

Pero José Pashaca no se daba cuenta de qué, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano.

Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos.

Y lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachadas y projundos, que daban gusto.

-¡Onde te metés babosada! --Pensaba el indio sin darse por vencido--: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.

Y así fue; no del encuentro, sino lo de la tronchada.

Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dió cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calenturas; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallazgos negros, contra el cielo claro, voltiando a ver el indio embruecado y resollando el viento oscuro.

José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que bía finado la Petrona, vivía íngrimo en su rancho".

Una noche, haciendo juerzas de tripa, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con bríos su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó, bien tapado, borró todo rastro de tierra removida y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó liadas en un suspiro estas palabras:

-¡Vaya; pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...

http://www.cuscatla.com/salarrue.htm

Del que no se casa

Roberto Arlt
(Argentina)

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Y ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse", o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo no nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

—Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos querido? Mi suegra, en cambio:

—Usted no tiene razón de protestar; de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa: se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto...! ¡ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes que con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se larga cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana entre que se moría y que no se moría; luego decidió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: «Le llevaré flores». Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir. el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

—Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución. Casarse bajo un regimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O, cuando menos, que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se 1o he dicho:

—No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido, que toda: las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

http://www.elcastellano.org/ns/edicion/2008/abril/arlt.html

Tío Chinto

Jacobo Pimentel Sarmiento
(México)

--Miren; allá viene Tío Chinto. ¡Pobre viejito, como se compuso! La última vez que lo vide creí que se iba a morí. Me contó tía Victoriana que ya no se meniaba solo. Pero Dios es tan grande que se levantó.

--Tal vez no es él. Será alguno que se parece mucho.

--No. Míralo. Tiene su pañuelito colorado en la cabeza, su calzón de cuero amarío y su machetío tunco, como cuando lo encontrábamos en otros tiempos al pobre viejito. Ya vas a ver que al bajar esta bajadita y subir la subidita nos encontramos con Tío Chinto.

--¿Que tal tío Chinto? ¿Cómo le va? ¿Ya se compuso ´sté?

--Preciso, tata.

--¿Y cómo quedó la familia? Nosotros vamos a pasar a su casa, ¿no se le ofrece algo?

--No. Sólo que saluden a mi mujer. Dende hace tiempo no la miro. ¡Pobre! Y debe ´sta muy afligida.

--Pero Tío Chinto ¿Por qué no nos vamos al pueblo? ¿O es que ´sta ´sté peliando con ella?

--No. Es que tengo prohibido ir a mi casa. Tal vez no saben ustedes que yo soy encantado.

--¿Qué?...

--Lo que oíste, hijo; y no te espantés. Vieras que por más que trabajaba yo no aumentaba mi capital. Desesperado llamé al diablo, allá junto a la Sima. Al ratito vino nomás el fregado en forma de un toro prieto y relumbroso. Echaba lumbre por los ojos, por la boca y la nariz. Sin miedo le dije que quería yo ser rico y que me ayudara a cambio de mi alma.

"Hicimos un trato y por toda señal me dio sólo un manojito de pelo negro. Desconsolado vi que el buey se hizo humo. Pero no lo creerás, dende entonces mis animales aumentaron como la gusanera en la matadura de los caballos. Llegó el día que ni sabía yo cuántas cabezas de ganado tenía. Me volví rico de la nochi a la mañana, sin trabajá tanto, como sólo la ayuda del diablo.

"¡Ay, hijos! Muchas veces es mejor ser pobre que rico con el alma comprometida. El trato estaba hecho y había que cumplirlo, y no había más que esperar el  menor descuido. Ansina andaban las cosas cuando un macho me dio una patada en la espinía; caí al suelo y el maldito animal me revolcó hasta cansarse. Cuando me volvió el alma al cuerpo estaba yo acostado en mi petate sin poder meniarme. Dende entonces quedé tuído. Ansina me encontraste, aquella vez que regresabas de Tusta y que me traías un par de espuelas pá que yo montara mi retinto. ¡Qué lástima me tuvistes! Casi llorastes al entregarme el regalito.

"Dende entonces cuantos viajes hacías al pueblo ibas a mi casa y me veías sentado en mi banquito junto a la puerta de mi casa. Ni te imaginabas que Tío Chinto ´staba ansina por encantado.

"Mi mal se fue haciendo pior hasta que ya no me pude meniar solo. Ansina pasaron los días hasta que me prohibió mi amo hablar con mi familia. Me dijo que dende ese dia mi alma se la llevaría junto con todo lo que me había dado porque mi familia no tenía derecho a gozar lo mío. Por eso ves que todos mis animales se ´stán perdiendo y que la viejita muy luego va a quedar tan pobre como cualquiera de las gentes que viven en el pueblo".

--¡Pero Tata Chinto!... ¡Pero Tata Chinto!... ¿No es que se volvió ´sté loco? Deje ´sté esas cosas y vamos al pueblo a ver a la familia.

--Ya te dije que no puedo porque me lo prohibió mi amo.

"Ahora voy hacé un mandado de él. Voy a dejá una carta aquí nomas al cerro de la Avispa". Y al decir esto señaló una cumbre a donde no podía llegar él con los años que tenía encima.

El patrón y sus arrieros se miraron incrédulos, pero entonces el viejecito, para convencerlos, se levantó la falda de la camisa, diciendo: “para que no crean que los engaño miren…”

Horrorizados retrocedieron porque vieron que en lugar de cinturón tenía una inmensa víbora de cascabel que abrió desmesuradamente las mandíbulas como queriendo tragarse a los jinetes.

Llenos de miedo salieron huyendo dejando abandonado a Tío Chinto a medio llano, con su pañuelito colorado en la cabeza, flotando como una mano que se despide para no volver jamás. Cuando voltearon la cara para verlo, todavía les hacía señas con el sombrero.

Cuentan que cuando llegaron al pueblo, en la casa de Tío Chinto estaban celebrando el remato de la novena. ¡Nueve días hacia que el viejecito había muerto y en cuerpo y alma andaba flotando por el mundo, por la divina voluntad del diablo!

http://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:wJ0bpFqH_xAJ:https://secundariatecnica107.wikispaces.com/file/view/LECTURAS.docx+&cd=9&hl=es-419&ct=clnk&client=firefox-a

jueves, 4 de noviembre de 2010

La muerte de Abelardo



Angel del Campo


Todavía en la mañana lo ví platicando con varios amigos suyos; merodeó, como de costumbre, las fondas del vecindario y echóse a eso de las ocho de la mañana precisamente frente al zaguán, en una hermosa mancha dorada de sol.

Cuando Jesusa, la portera, dueña suya, entró volviendo de la compra, entregóse Abelardo a locas carreras por la calle; bien sabía que era hora del almuerzo y seguía con la mirada atenta y la cola expresiva a la respetable señora. Hubo risas de manteca hirviendo en el sartén, escapóse el aroma de la salsa; en el sótano, que fungía de portería, y en torno de la estera, mueble de innúmeros usos, se agrupó la familia, y Abelardo, sentado sobre las patas traseras, ocupó un lugar entre el albañil y el niño que gateaba empuñando una tortilla hecha del comal.

Jamás -una experienca adquirida a fuerza de contusiones se lo había enseñado-, jamás Abelardo se permitió avanzar el hocico, ladrar gruñir o externar manifestación alguna de apetito; él miraba con ojos vivarachos de perro bohemio cómo, de la cazuela central, pasaba a las otras el guiso, seguía el ascenso de las manos del plato a la boca y esperaba su turno; alcanzaba un hueso que a veces, para hacerlo desesperar, ponían a una altura exagerada o lo lanzaban a muchas varas de distancia; aprendió a hacer solos, a pescar un frijol en el aire y a dar la pata antes de recibir el mendrugo como premio de sus habilidades.

Aquella mañana comió con apetito y lo perdí de vista. Quizá el presentimiento hizo que recordase, en el trayecto de algunas calles, escenas de las que él había sido actor. Por ejemplo, discutí el amor de la gente humilde por un animal que paga con creces una mala pitanza y un peor trato. Abelardo no hubiera salido de la casa en todo el día, si no fuera porque estorbaba al barrido y al regado del patio; la escoba lanzada intencionalmente sobre sus espaldas, le señalaba el rumbo de la calle; los vecinos ni le agradecían ni toleraban que anunciara con ladridos a cuantos entraban o salían de la finca, y por eso el vagabundeo constituía su principal ocupación.

A la hora del rancho jamás faltó, y dadas las nueve de la noche se le arrojaba vergonzosamente al arroyo. Muchas veces llegué tarde y soñoliento, y muchas veces ví proyectarse junto a la mía su sombra; me seguía desconfiado y trotanto a veces sobre mis pasos, a veces desde la acera de enfrente; pero al tocar, pegábase a la puerta, se escurría y sólo así conseguía dormir en cualquier rincón más abrigado que en la calle batida por los vientos.

Era feo, vulgar, de color amarillo ocre manchado de diena quemada, hijo de padres viciosos; su constitución raquítica hacía pensar en las consecuencias de la vida plebeya de los azotacalles. llamóme de él la atención, su indiferencia para con los gatos y su odio reconcentrado, implacable, patológico, contra las gallinas, que le producían crísis de cólera rayanas en la hidrofobia. Oir cantar a un gallo, lo ponía fuera de sí; ver a un plumífero de la especie, lo sacudía hasta la convulsión. ¿Qué oculto drama, qué antcedentes misteriorosos originaron ese modo de ser? Lo ignoro. Odiaba la música, un piano lo ponía en fuga. Era dócil, cariñoso, chancista con los niños, se captaba fácilmente la simpatía de los terranovas y parecía afectuoso; noté en él tendencias a la sociedad de los animales de collar o raza fina. había un aristócrata bajo su zalea de escuintle vulgar y callejero.

Primero acercóse al lebrillo que había en el zaguán y bebió con avidez, como si lo devorase la sed; la emprendió contra una palangana de agua jabonosa donde vacían tres sábanas retorcidas y comenzó a tambalearse, arañó la tierra, lo sacudió un calosfrío primero; el estremecimiento fue creciendo y los ojos fijos como los de un hipnotizado, las fauces abiertas, sin un gruñido, rigidas las patas, cayó al suelo sacudido por las convulsiones. Al verlo las criadas en ese estado, se asustaron; la dueña no estaba ahí; en un momento circuló la noticia.

- Está envenenado el Abelardo.

Quedóse en medio del patio, inmóvil; más al querer incorporarse, lo sacudía un nuevo acceso.

Temiendo que fuese rabia, todo el mundo cerró sus puertas, y desde los corredores, o tras de los vidrios, o por una puerta entornada, lo contemplaron.

- ¿Qué sucede?

- Que quién sabe qué tiene el perro de doña Jesusita.

- Le han de haber dado yerba.

- Estricnina -dijo el estudiante de la principal, asomándose al corredor en pechos de camisa, con la izquierda dentro de un zapato y la diestra armada del cepillo de bolear-. Estrictina -repitió-, convulsiones tetánicas. Sáquenlo a la calle.

Nadie se atrevió a hacerlo. Un muchachillo acudió por fin y lo tomó de las patas traceras, lo meció dos o tres veces y lo arrojó al empedrado. Al golpe, el animal volvió en sí, pudo incorporarse un poco, se arrastró con el flanco dejando un reguero de babas, y el ojo quemado por el sol del mediodía, el estómago con expansiones y contracciones de fuelle, con ansias de jadeo, las narices abiertas, los blancos colmillos al aire y la lengua caída, así estuvo breve rato. No había perdido el conocimiento; el ruido de los vehículos le sobresaltaba y el amor a la vida, el temor de perecer triturado, lo espoleaban para arrastrarse hasta la acera.

Entretanto, el vecindario estaba conmovido, en los balcones y en los zaguanas se asomaban caras curiosas, los mandaderos interrumpían su marcha para formar círculo a la víctima, y los niños, movidos por malsana curiosidad, o lo lapidaban o lo punzaban con palos y bastones.

Se llamó al gendarme para que le diera un tiro; si era rabia, matarlo; si estaba envenenado, ¿por qué no acortarle la vida? El joven guardián se negó; los balazos tronaban fuerte y se hacía escándalo.

El animal, en tanto, volvía los ojos a la calle de la Granja, como si por ella esperara ver llegar a doña Jesús; pero doña Jesús no aparecía. El licenciado del 6, que se había bajado del tren, se detuvo en la esquina y no entró en su casa; precisamente frente al zaguán de ella expiraba Abelardo. Acercóse para retroceder, no podía evitarlo, tenía un miedo mortal a los perros y hubo de tomar un coche que lo dejó precisamente a cinco varas del intoxicado, trepando escaleras con prisa de perseguido. después, risueño y valeroso, se asomó al balcón; era una de los que gritaban al gendarme.

- Mátelo, gendarme, ¿no ve que tiene rabia? Babea y eso es malo.

Tres o cuatro perros lo olieron y los mismos se pasaron de largo sin parecer inquietados en lo más mínimo por aquella bárbara y lenta agonía.

Por fin apareció doña jesús; ya lo sabía todo, hacía cinco calles que se lo habían dicho. No sólo, ya le azuzaba la sospecha de que la autora del canicidio fuera la portera de enfrente, enemiga suya. Era muy sospechoso que todos menos ella contemplaran el fin del animal, y más sospechoso todavía que tuviera amarrado a su Confite del barandal de la escalera. Doña Jesusa no pareció conmoverse mucho.

- La ve a usted, doña jesusita. Pobrecito perro, ¡hasta se diría que llora! No le falta más que hablar. ¡Ánimas, qué saltos! ¿Qué sentirá? Es una inhumanidad que los martiricen así. ¿Qué hacen los pobres? A ver tú, Jazmín, ven acá, cuidado y te vas y te pasa lo mismo.

- Por eso el mío tiene collar.

- Y el mío no come nada que yo no le dé; está muy bien enseñado.

- Seis centavos dan por cada uno que matan ...

- Ahora si creo que se murió.

En efecto, un largo sacudimiento volteó boca arriba el Abelardo; las cuatro patas, rígidas, hacia el cielo; el hocico abierto, como si aspirase una ancha bocanada de aire. Después cayó de lado, aflojáronse los miembros, la cabeza doblose sobre el pecho y una oreja, una hermosa oreja lanuda, cubrió el ojo que veía fíjamente las lejanías. Lo sacudieron, lo alzaron de la patas y la cola ... Había muerto.

Todos se dispersaron, quedóse en medio de la calle. Doña Jesusa comió sin aquel huésped de su mesa, y a las dos horas un perro que pasaba olfateólo por última vez. El licenciado, tranquilo y sin recelo, encendió un cigaro esperando el tren junto a los rieles, y se entretuvo en picotear al cadáver con la punta de su paraguas.


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La nodriza


Victor Salado Álvarez


Fue largo y famoso el noviazgo de Julio Díaz y Amparo Cota. Desde que ella iba al colegio, todavía con el vestido a media pierna, y é frecuentaba en el liceo las clases de cuarto años, ya se corresponían y ya se habían jurado amor eterno. Mientras los otros muchachos mariposeaban por los cafés y solían beber en ellos un ron con goma o un bitter-curazao jugando de paso algún partidillo de carambola o de piña, Julio invertía el producto de sus trabajos en el bufete del Licenciado López Retana, en comprar flores para la chiquilla, por cierto ya muy espigada, juntando de paso los quince o veinte duros que anualmente gastaba en la cuelga de Amparo. Quizás de eso haya provenido la esquivez y el retraimiento que acompañaron de por vida al pobre Julio, que tuvo siempre horror invencible por las juerguitas más o menos ordenadas y por la sociedad en todas sus formas. A él que no lo sacaran de su Laurent, de su Baudry la Cantinerie o de su Démangeat, porque era hombre perdido y sin recurso.

En todo el barrio era famosa la parejita, que por cierto tuvo la suerte de gustar al público que frecuentaba la calle al grado que los vecinos, los trasnochadores, y hasta los borrachos ya contaban en la acera con el obstáculo de Julio, y gustosos se apartaban para no tropezarlo en las noches de tempestad, en que las tinieblas se vuelven palpables como en las épocas genesiácas. Luego vinieron los días malos; Julio, deseoso de labrarse una posición, anduvo de acá para allá probando fortuna en el ejercicio libre de la abogacía, en el desempeño de empleos y en la gestión de bienes de testamentarías y concursos; pero la fortuna no llegaba y el anhelado matrimonio con Amparo se iba demorando para las calendas griegas.

Había otra razón para que las justas nupcias no vinieran tan pronto como los muchachos querían: don Carlos Cota, el padre de Amparo, estaba para liar el petate, y no era cosa de separar bruscamente del lado del pobre paralítico a su hija única, su compañera de sus últimos años; semejante cosa habría equivalido a una peligrosa amputación moral y no la habría sufrido el trabajado organismo de don Carlos.

Al fin murió el anciano, Julio arreglo un modesto modus vivendi y se pudo pensar en el matrimonio. Pero el novio no era ya el mocito barbiponiente que había asombrado por su constancia al barrio de la parroquia; en cabello y barba ostentaba la característica sal - pimienta que demostraba que no habían pasado sin dejarle huella las meditaciones, los estudios y los cuidados. Ella tampoco era la chica arrogante de otros tiempos; cerca de las sienes y en las comisuras de los labios, mostraba las arrugas que denuncian las noches pasadas en vela, junto al sillón paterno, los días transcurridos en espera del médico o del efecto de una droga y sobre todo los de la prolongada, la inmensa, la terrible ausencia del ser a quien amaba con alma y vida.
Cuando a los tres años de unión, Álvarez Moreno anunció oficialmente el embarazo de Amparo, aquellos bienaventurados creyeron volverse locos.

Se juntaría una mediana biblioteca si se tuviera la curiosidad de coleccionar cuanto los autores han escrito describiendo las sensaciones de los padres que aguardan el primer hijo; pero con ser tanto ese material y haber entre ellotanto tan bueno, no serviría para reseñar lo que pensaron, dijeron y obraron los señores Díaz.

Ni el hijo de Vanderbilt con su lecho de oro macizo, ni el príncipe Felipe Próspero a quien la sola ciudad de México daba cien mil pesos para mantillas, tuvieron nunca los primores que el futuro contingente que había de venir a ver la luz del mundo en aquel hogar burgués. Camisas, pañales, mantillas, gorros, fallas, zapatos, ropones y los mil artículos de la indumentaria mamonil, por docenas y destinados a todos los usos; bautizo, estancia en la casa, salida a la calle, tiempos de fríos y época de calor; cama de mimbre con su colchioncito de plumas; sonajero de plata y por todas partes un deroche de cintas, listones y moños que marcaba y concluía por cansar.

El parto no fue cosa llana; tres días duró la pobre Amparo entre la vida y la muerte, y sólo la intervención oportuna de Álvarez Moreno evitó complicaciones y quizá una muerte probable.

El chiquillo que vino al mundo no parecía hijo de aquellos melancólicos, que lo veían con el espanto con que deben haber visto a Micromegas los moradores de la tierra. había traído el príncipe de Asturias un apetito tan excelente, que había probabilidades de verlo convertido en un rollo de manteca en menos tiempo del que emplea cualquier niño en esa tarea constitutiva.

Ya los padres se lo figuraban riendo con un diente aislado y tierno como maiz acabado de brotar, ya creían verlo echar el paso, ya creían oirle los primeros papá y mamá, que vuelven chochos hasta a los más formales.

Amparo no se daba punto de reposo zarandeando al bebé, bañándolo, pesándolo y ocupándose hasta de las cosas más insignificantes que le concernieran. Julio solía interrumpir una cita de Parladorio o de Salgado para ir a ver qué pasaba con Carlitos (por su abuelo materno) y enterarse de si dormía, si holgaba tendido en la cama matrimonial o había tomado la purguita de mamá.

En el tribunal, en la calle, en todas partes interrumpía a los amigos:

¿Sabe que por casa tenemos un czarewitch? Y no puede usted figurarse lo vivo que es: nos distingue a la madre y a mi tn sólo por la voz,. El otro día me cogió por los anteojos y no era posible conseguir que me soltara. Es de lo más pillo y creo que a su edad no hay otro mas sano y más fuerte.

Pero a los tres o cuatro meses aquellas ilusiones cesaron: el manoncillo desmerecía a ojos vistos y se iba poniendo cacoquimio y flacucho que daba compasión verle.
Pensar en empacho de estómago o en cualquier accidente causado por descuido, era pensar en lo excusado. Creer en la presencia de algún enemigo que estuviera pendiente del organismo y nutriéndose de la misma sangre, no parecía inverosimil.

El médico vió, tanteó, palpó y auscultó al infante, examinó la leche de la madre y concluyó por declarar que el niño se moría de hambre.

Ese día entró la desolación en la casa. Amparo se horripilaba de pensar en que su hijo sería criado por alguna perdida y se propuso todo antes que consentir esa abominación. Pero todo inútil; el bendito infante se resistía lo mismo a los atoles de todas las férulas que a la leche esterilizada, a la fosfatina y a la harina láctea.

Cuando la madre lo cogía en los brazos y le arrimaba el biberón a la boca, el pícaro czarewitch gritaba, se debatía y con resolución que demostraba un gran carácter en ciernes, escupía en menudas gotitas las que de líquido le quedaban entre los labios.
Pensaron Amparo y Julio en cabras y burras; pero con el mismo resultado. El pobre jurisconsulto salía en medio de lluvia y granizo, a ordeñar a las bestias a fin de dar su colación nocturna al infante; y dice quien lo sabe que valía la pena de dar cualquier cosa por haber visto ataviado con gorro de dormir, zapatillas e impermeable, con una palmatoria en la mano derecha y el ronzal del asna en la izquierda, al Licenciado don Julio Díaz, que a los estrados se presentaba flamante e impecable, luciendo la levita más bien tallada que cortó sastre alguno.

Pero aquello no podía durar, y los buenos deseos de los cónyuges eran impotentes para vencer la resistencia del trragoncillo. Amparo lloraba, se consumía y al fin pensó formalmente en la maldita nodriza.

Una tarde, la pobre madre contemplaba la calle desde su ventana, cuando vió pasar una mujer acompañada de cuatro chiquillos astrosos y desarrapados, como si por capricho los hubiera vestido con arambeles a cuál de más corto y más sucio.

Amparo le dirigió la pregunta que dirigía a todas las gentes que pasaban: Señora, ¿no sabe de alguna buena nodriza?

-Pos quizá yo le sirva, niña, contestó la tarasca.

Más tardó en decirlo que en encontrarse dentro de la casa.

Llevaron a Carlitos y sacó la prójima a relucir un pellejo negro y flácido rematado por un botón de ébano puro que colocó en la boca del niño. Al ver la teta el crío agitó las manos y al sentirla comenzó a succionar con los bezos chiquitines con fuerza tal, que se le desparramaba por la carilla y corría por la camisola de moños rosas un líquido espeso, azucarado, sabroso que primero hacía poner al niño los ojos en blanco, luego lo obligaba a detenerse y por último lo dormía con sueño blando y reposado.

Amparo creyó que la fortuna se le había metido por las puertas. Dejó al niño en la cuna y luego salió para ajustar a la nana. No se necesitaba ser un Metternich para comprender que en el debate que se entabló para saber el precio de los servicios de Gabina (así se llamaba el ama) debía la balanza inclinarse de lado suyo. Doce pesos mensuales, tres vestidos de percal con su ropa blanca al canto, dos pares de zapatos y unas arracadas fueron el precio de su alquiler. Los poblres izcuintles tuvieron cada uno su vestidillo, un sombrero galoneado el marido y tres pesos la suegra.

El mismo día que la Gabina entró en la modesta vivienda, entró por ella la plaga más terrible.

No había capricho costoso, antojillo dificil de cumplirse, cosa rara o extravagante que la Gabina no codiciara y obtuviera. Caminar con el niño hasta el pueblo en que vivía la familia de la hembra, hacerlo probar las cosas más raras y de más laboriosa digestión -a él, criado con un mimo y un regalo de que apenas habrá ejemplo-, traerlo desnudo, sucio y hecho una compasión, eran cosas frecuentísimas. Pero ocasiones había en que le llamaban la atención la falda de la señora o alguna alhajilla, y ya estaba pidiéndolas mediante figuras directas u oblicuas que daba terror oirla: Niña, sus naguas de seda lila ya no sirven ¿cuando me las da? o ¿cuándo tendré yo para comprarme un anillito como el de la señora? o, ¡cuánto me gusta el rebozo chino de la niña Amparo!; si yo tuviera mercaba uno. Y la maldita estaba segura de que rebozo, falda y anillo pararían en su poder a más andar, como en realidad sucedía.

Cerveza cara, oatmeal, vino y comida sustanciosa eran su diario mantenimiento; y así al par que el niño renacía rápidamente y ostentaba colores de vida, la ranchera iba ensanchando los mofletes, engordando el talle y adquiriendo esa beatitud que da la vida holgada y sin cuidados.

Una mañana la pobre Amparo pensó que se le caía encima la casa: del rancho de Buenavista habían llegado nuevas de una inundación que había barrido todas las chozas de la cuadrila y que se habían ahogado a la hora del suceso o habían sido arrastrados por la corriente, el marido, la madre y los hijos de Gabina.

En procurarse tila, éter y azahar pasó Amparo toda la mañana; al fin se decidió a dar la noticia con reticencias, con vaguedades y con distingos, apuntando los consuelos, alimentando las esperanzas y haciendo comprender a la prójima que allí tenía una familia que la abrigara. Gabina derramó alguna lagrimilla que se limpió con la punta del delantal randado, dijo que a quien sentía era a su mamá y al chiquito; pero que si Dios se los llevaba, su Divina Majestad sabía lo que hacía; y cuando la señora, con voz de espanto le dijo: Pero, por Dios, Gabina, no hay que darle el pecho a mi hijo, contestó la descastada: Ah que niña, ¿pos que cree que no se me ha pasado el susto? Pos la mera verdad, ¿quiere que le diga?, me alegro, porque así no tendré que darle a naiden nada de mi sueldo.

El mismo día Amparo y Julio determinaron empezar a enseñar al niño a comer solo; no fuera a sacar las perras entrañas y el corazón pedernalino de su nana -y más querían verlo muerto que celebrando la muerte de un ser humano.

21 de agosto de 1900


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Guitarras y fusiles

Carlos Díaz Dufoo


Sobre la cubierta del fatigado steamer, una oleada de juventud, una alegre oleada de vida, se arremolina en tumulto, mecida rítmicamente por el vaivén de las aguas. La inquieta caravana ha partido, en un vuelo heroico, dejando tras de sí, en las tenues lejanías del océano, sus buenos días felices, la gallarda cruz de la parroquia, las paraderas color de esmeralda, los montes azules, los blancos cabellos de la madre y las morenas guedejas de la enamorada. Todo quedó atrás, todo se lo tragó aquel monstruo: rubias tardes serenas, pálidas noches estivales, acres alientos de los bosques, vivas impresiones de la tierruca, enlazadas como lianas al espíritu, eco de bandurrias y, y besos voraces estallando a través de las rejas. ¡Ay , madrecita mía! ¡Cómo devoró el mar aquella presa! Allá va la estela del navío, disolviéndose en la movible superficie, allá va su alma mientras la enorme bocaza arroja borbotones de humo negro que culebrean en el aire, para desvanecerse en el ala diáfana de los cielos. Y el quinto, asomado a la barandilla del buque ve pasar sus recuerdos con las olas; aquella grande, inmensa,, se le representa su montaña, la altiva, la osada, la que le quitaba un pedazo de horizonte; la otra, coronada de copos de espuma, los almendros en flor de la huerta; ésta, lenta, ondulada, remeda un campo de trigales, cuando todavía el sol no ha dorado las espigas. ¡Y cuántas lágrimas! ¡Cuántos sollozos en el cortejo! ¡Adios! ¡Adios!, gritan a los que se quedan. ¡Adios! ¡Adios! a los que el buque deja detrás de sí. Y el pobre mozo siente que se le cierra la garganta y su mano convulsa oprime el único amor que le resta de sus amores perdidos, la sola compañera de sus tristezas, la que le habla de la gallarda veleta de su parroquia, e sus praderas color de esmeralda, de sus montes azules, de los blancos cabellos de su madre, y de las morenas guedejas de la enamorada: la guitarra.

Y el mísero hace vibrar las cuerdas del instrumento y su copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- parece que le une por invisible reguero a los amados ausentes, a los que tal vez ya no volverá a ver en el mundo, a los que abandonó una tarde de primavera, cuando su novia le pedía rosas frescas para su cabello y las huertas se las brindaban a millares. Y el mozo canta alegremente, deja ir su alma en la sonora estrofa que la hélice acompaña con sus chirridos siniestros.

Una vez allá, en la tierra enemiga, en donde el suelo vomita fuego, y el sol introduce en las carnes sus rayos bermejos, le arrancarán la guitarra de las manos y le pondrán en ellas un fusil. le dirán cómo se esgrime el arma, le enseñarán a matar, le harán que ame la sangre y herirá y matará, sin saber si estos a quien hiera y mate tienen como él una madre, y un monte azul y una enamorada que los espera. ¿Qué sabe él? Le dijeron un día que hay un girón lejano de patria, separada por aquel monstruo de movibles escamas; que era preciso defender aquel pedazo de tierra, y allá va el buen mozo, dispuesto a hacer el sacrificio de su vida, alegremente, valerosamente, mientras el mar lo devora todo y la negra bocaza arroja negros borbotones de humo.

¿Y por qué no? Acaso vuelva un día, como él ha visto que han vuelto otros. ¡Ay!, la tez amarillenta, las piernas vacilantes, las manos descarnadas, los ojos fríos y como sin mirada, los pómulos hundidos, el cuerpo encorvado; acaso lisiado ... llegará, sí, arrastrándose con su licencia terciada a la cintura, en una bella tarde de primavera, en que los almendros estén en flor en las huertas y los prados brinden sus rosas ... Y así, paso a paso, verá destacarse la gallarda velera de su parroquia y sus montes azules ... pero al preguntar por la cabeza de cabellos blancos, lo llevarán a una cruz que extiende sus brazos en el cementerio, y al buscar aquellas morenas guedejas para las que hizo una diadema de flores frescas, se encontrará con un buen hogar en el que resplandecen unas cabecitas rubias que un hombre fuerte y joven oprime con sus nervudos brazos, y una mujer que contempla en éxtasis aquel cuadro.

Y entonces, en el silencio de la tarde, surgirá una copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- y el pespunteo de una guitarra -que parecerá decir: ¡adios ¡adios!- ¡Adios!, ¡únicos amores de mi vida! ¡Ay, madrecita de mi alma! ... ¡Adios!, ¡adios! ...


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