lunes, 30 de marzo de 2020

La flor del olivar

Carmen Lyra


En un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devolverle la vista.

Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. Él sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:

—Señor rey, si usted quiere curarse, lávese los ojos con el agua donde se haya puesto la Flor del Olivar.

El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.

El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.

Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera, y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba compasión oírlo. La mujer dijo al príncipe:

—Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.

—¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí –y continuó su camino. Pero nadie le dio razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.

Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vio a la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y es que era tan mal corazón como el otro, le respondió: —¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos.

Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar.

Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.

Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar. Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.

Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el príncipe bajó de su caballo y buscó de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dio a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos desmigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dio con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acostó bajo un árbol.

La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en qué andenes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.

—Si no es más que eso, no tiene usted que dar otro paso –le dijo la Virgen–. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.

Así lo hizo el príncipe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, besó al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.

Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseñó la Flor. Ellos lo llamaron y lo recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron.

En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.

Cuando estuvo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron.

Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.

Los príncipes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavó el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo a sus hijos que, al morir, su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.

Entretanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día pasó un pastor y cortó una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oír cantar así:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oírla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quien no anduviera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.

Llegó la noticia a oídos del rey, y este hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oír la flauta, recordó la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada. Pidió al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos, la flauta cantó así:
No me toques, padre mío 
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los príncipes.

El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:
No me toques, madre mía,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos príncipes estaban pálidos y con las piernas en un temblor. El príncipe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta cantó:
No me toques, hermano mío,
ni me dejes de tocar,
que aunque tú no me mataste
me ayudaste a enterrar.
El príncipe mayor, por orden de su padre, tuvo que tocar la flauta:
No me toques, perro ingrato,
ni me dejes de tocar,
que tú fuiste el que me mataste
por la Flor del Olivar.
El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo, y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Las cataplasmas

Enrique Ruiz Alba

"¿Qué horas son éstas de llegar?

"¡Ahora se quedan sin cenar o… agarren, si quieren!".

Era la voz de mi madre en son inequívoco de reprimenda por llegar tarde a casa. Y eso se sucedía casi a diario, cuando mi hermano Luis y yo sobrepasábamos el horario permitido por la autoridad hogareña: nueve de la noche.

Volvíamos de la reunión nocturna con los muchachos del barrio en la esquina preferida. Se juntaba la palomilla para dar rienda suelta a sus juegos infantiles de los que terminábamos cansados, exhaustos, pero felices.

La primera sentencia maternal nunca se cumplía; siempre hacíamos caso de la segunda: "Agarren si quieren". Íbamos directos al pretil, junto a la hornilla, en donde no faltaba la olla de barro con frijoles, la vasija con leche y un comal todavía calientito sobre el cual abundaban las tortillas doradas.

Las embadurnábamos de natas, de frijoles y salsa. El tronar de las tostadas trituradas por nuestras dentaduras rompía el silencio de la noche en un hogar en que todos dormían, menos Luis y yo. Junto a la hornilla que mantenía vivas las últimas brasas de la leña que las producían, nos dábamos el banquete nocturno.

¡Qué esperanzas entonces de refrigerador o estufa! Y no es que no se hubiesen inventado, pero mi padre era un modesto empleado postal y mi madre, de honda raíz campirana, detestaba lo moderno. "No hay como las ollas de barro y la leña para una comida sabrosa", decía.

Después de la auto-cena, a la cama, a disfrutar de un sueño profundo únicamente interrumpido por la voz de mi madre por la mañana, exigiendo nos levantáramos para ayudar en los quehaceres domésticos antes de almorzar e irnos a la escuela.

"Tú barre la calle, juntas la basura y riegas antes de que pase el camión; y tú lavas el chiquero y sacas la porquería. ¡Y lo hacen bien, porque voy a ir a revisar!".

Bueno o malo, el trabajo se cumplía; de lo contrario, ella cumplía sus amenazas. Jalones de orejas con un: "¿No viste esa basura, malhecho?", o coscorrones acompañados de: "¿No te dije que sacaras la porquería?", eran muy frecuentes respuestas a nuestras deficientes tareas.

Después del almuerzo, el peregrinar a la escuela, no sin antes llenar el requisito del aseo personal, realizado siempre con agua fría, así estuviera helando. ¡Ni esperanzas de boiler en nuestra casa!

Al regreso de clases escuchábamos el recordatorio vespertino: "Van a dar la última llamada para el rosario. ¡Váyanse pronto y cuidado con quedarse en el jardín!".

¡Y allá íbamos los hermanos a escuchar los rezos del padre Luna y a repetirlos con él: "Santa madre de Dios… Dios te salve, María, llena eres de gracia… Padre nuestro, que estás en los cielos… Tercer misterio…". Cuando llegábamos al quinto misterio estábamos dormidos. Pero Chava Medallas, tonto de capirote que debía su nombre a que Ilevaba colgado al cuello un centenar de rondanas metálicas con efigies de santos, se encargaba de despertarnos. Sobrino de vieja solterona que vivía en el templo, era un vigilante gratuito del respeto que la feligresía debía guardar en los actos religiosos.

Cuando más profundamente dormidos nos encontrábamos, se acercaba rozando levemente sus pies sobre las baldosas del templo y, sin más, nos jalaba los diablitos (puntas de las patillas), que nos levantaba como resortes y en no pocas ocasiones nos hizo lanzar gritos de dolor.

"La letanía del Señor: 'Sangre de Cristo, embriágame… Agua del costado de Cristo, lávame…'". No respondíamos, el sueño nos tenía vencidos; pero allí estaba el cuico oficial para cumplir con su deber. ¡Ah, pero la venganza es dulce y más cuando se produce pronto! Allí, bajo la sombra de las moreras del jardín Azcona, esperábamos al verdugo. Diseminados en torno al templo del Sagrado Corazón, junto a los resbaladeros, permanecíamos a la expectativa, algún día iba a salir.

Chava Medallas usaba calzón largo de manta con velas (cordones) ubicados arriba del trasero. Bastaba un ligero tirón de cualquiera de las puntas para que la prenda se viniera abajo. Una de las muchas víctimas del despertar de Chava Medallas cuando este salía del templo, le interceptaba hablándole con voz suave, hasta melodiosa, para preguntarle sobre los milagros de cualquiera de los santos que colgaban de la sarta prendida al cuello. Cuando más inspirado estaba en explicarlo, llegaba otro por detrás, pegaba el tirón a las velas ¡y allá iba el calzón hacia abajo!

Enfurecido se lanzaba contra los malditos, muchas veces sin intentar siquiera subir la prenda a su sitio natural, por lo que era frecuente visitara el suelo. La huida nuestra, coreada con risas burlonas, enmarcaba la venganza sobre aquel tipo, que fue uno de los personajes populares de mi tierra.

Lo malo, en cada ocasión que esto sucedía, y que era casi todos los días, era que en su frustrado afán de contravenganza siempre arremetía contra el primer cristiano que se atravesara a su paso, por lo que muchos inocentes ajenos a nuestras travesuras pagaron el pato, al rodar por el suelo como producto de sus fuertes embestidas.

Después del rosario o la "Hora Santa" volvíamos a casa y pedíamos permiso para "ir a jugar a la esquina", solicitud que siempre era concedida, no sin recibir la sempiterna advertencia: "Se vienen temprano. No se tarden o se quedan sin cenar".

Mi querido padre, cómplice bondadoso de nuestras inquietudes infantiles, nunca decía nada. Pegado al vetusto Westinghouse se deleitaba escuchando las noticias de la época: 

"Comenzó la invasión de Normandía", "Posición nazi cayó en poder de Montgomery", "Eisenhower avanza con sus aliados", "MacArthur arrasa en Filipinas". En fin, lo que entonces era expectación: la Segunda Guerra Mundial.

Nosotros, ajenos al problema bélico, nos dábamos cita en la esquina de la "Ola Marina" para disfrutar nuestra sana infancia a la luz de opaco bombillo público, muy lejos del conflicto que conmovía al mundo. Nosotros teníamos el nuestro, sabor a gloria: esa infancia que añoro.

"Uno, por mulo; dos, patadas y coz; tres, pelitos de San Andrés; cuatro, jamón de sapo; cinco, de aquí te brinco…". Era el burro, juego tradicional que exigía la colocación de un elemento previamente designado para que sobre su lomo brincáramos todos los demás, teniendo que repetir, por obligación, esa especie de letanía.

O bien jugábamos al bebeleche (brincapetate), a la pegadilla o roña, a las escondidas, a todo aquello propio de nuestra vida infantil, la que llamo así porque a los diez años no pasaba por nuestra mente ningún indicio perverso que manifestara lo contrario.

Mi madre, en paz descanse, era muy dada a los remedios caseros, cosa natural en ella, dado su origen campirano. Que teníamos tos: cebo caliente untado en la garganta; que nos dolía el oído: ruda con alcohol introducida en el órgano auditivo; que andábamos mal del estómago: la repugnante purga, o bien la lavativa de agua caliente; y si era un dolor de muelas: algodón con clavo molido. No había enfermedad para la que mi madre no tuviera el remedio a la mano.

A resulta de ciertos achaques que le afectaron, recurrió a sus propios medicamentos. Nunca me enteré cuál fue el tipo de padecimiento, pero sí, por vez primera, escuché la palabra cataplasma, pues dijeron que era muy buena para su mal.

Una noche, después del rosario, llegamos Luis y yo a casa. Avisamos que estaríamos en la esquina y, tras el consabido "No se vayan a tardar, o se quedan sin cenar", enfilamos rumbo al sitio predilecto, en donde ya estaba el resto de la palomilla.

Y empezamos: "Uno, por mulo; dos, patada y coz; tres…". Vinieron otros juegos, hasta que, un par de horas después, sudorosos, cansados como siempre, decidimos regresar a casa, no sin escuchar el clásico: "Aquí se quebró una taza, cada quien gana para su casa".

Llegamos tratando de hacer el menor ruido posible, como nunca (eran las once de la noche) nos habíamos quedado en la calle. Temíamos un castigo severo. Empujamos la puerta y entramos de puntitas. Todos dormían. Mi madre, que roncaba fuerte, nos indicó con sus ronquidos que la vía estaba libre. Por lo menos esa noche quedaríamos a salvo de una pela.

Como de costumbre, nos fuimos derecho al pretil, ¡pero con desilusión!: ni olla de frijoles, ni natas, ni leche, ni siquiera tortillas tostadas junto a la hornilla. Hasta el comal había desaparecido. Nos miramos mi hermano y yo cara a cara, con expresiones interrogantes, y luego, resignadamente, nos fuimos a la cama.

El sitio destinado para mi rutinario descanso nocturno estaba cerca del que ocupaba mi madre. El de Luis, en sitio aparte. Cuando me senté en el bordo de la cama, advertí que en una silla colocada junto a la de la autora de mis días había unas tortillas, y sin más, para resolver mi hambrienta situación, empecé a engullirlas con voracidad. Ni siquiera dije a mi hermano de la existencia de aquellas quesadillas que me supieron a gloria.

Dormí plácidamente. Por la mañana, la voz maternal me despertó con su habitual letanía: "¡Levántense, para que barran la calle y el chiquero y se vayan a la escuela".

A la hora del almuerzo mi madre preguntó: "¿Quién se comió las tortillas que dejé anoche sobre la silla que estaba junto a mí cama?".

Ni modo de mentir, sabía que era peor, además que, de hecho, era el único sospechoso. "Fui yo", dije, balbuceante, esperando que la llanta de bicicleta azotara mis posaderas, como se estilaba en casos serios. Pero, para mi sorpresa, brotó una explosión de risa del resto de mis hermanos, de mi padre y de mi propia madre, cuando esta manifestó: "¡Tarugo, te comiste las cataplasmas que me puse anoche como remedio en las plantas de los pies!".

No he vuelto a comer quesadillas y cuando escucho mencionar las cataplasmas me dan ganas de vomitar. Aunque también, al recordar a mi querida madre, juro que si viviera le besaría sus plantas sin repugnancia alguna.

Publicado en Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 7, enero de 1978, pp. 33-35.

Los burros fusilados

Héctor L. Paliza

Tiene que haber sido la primavera. La mágica estación que todos los años saca de la tintorería el tapete de verdes profundos con pintitas de flores, que cubre las hermosas laderas cosaltecas.

Ni modo que fuera otra cosa, porque todos los signos son evidentes: en la primavera de Cosalá parece como si el agua de sus cascadas bajara desgreñándose; como que las cañas se hacen más respingadas, los viejos trapiches menos tosijosos y las mujeres más bonitas.

Ni una palabra más. Tiene que haber sido en esos días en que los guayabos anuncian que la fruta emblema de la región se dará en abundancia en patios y cañadas.

Pero vamos entendiéndonos.

Eran los años de mi general Gabriel Leyva Velázquez —el último gobernante sinaloense que viviera la paz postrevolucionaria— cuando sucedieron los hechos que vamos a narrarles.

Los Aragón, los Hernández y los Jacobo se disputaban, como siempre, el virreinato municipal. Como de costumbre también, el pueblo estaba dividido y el chisme amenazaba con llegar al arroyo.

Mi general, que nunca se daba mayor prisa para nada, meditó con serenidad el asunto. Ni unos ni otros. La tranquilidad idílica del viejo mineral no podía romperse por quítame allá esta presidencia. Así fue como, por carambola, llegó a ser primer regidor de la villa el profesor José Antonio Ochoa, cuya probidad era ampliamente reconocida por su desempeño como inspector escolar de la zona.

No hubo ni vencedores ni vencidos. El tercero en discordia resultó ser el perfecto jamón del sándwich, para gusto de todos. Tanto así que tirios y troyanos aplaudieron su obra, modesta pero comprendida.

¡Lástima que haya sucedido aquello, que de otra forma su gestión hubiera sido redonda, sin mácula! Pero la pizpireta primavera quiso otra cosa, como tengo dicho.

Cosalá se lavaba los pies en los arroyos que ya ensayaban a ser grandes. Los viejos panocheros se frotaban las manos en vísperas de la molienda. Los estudiantes exiliados regresaban a casa acompañados por amigos de la capital que ingenuamente se prometían divertirse como enanos, mientras las preciosas solteras confiaban en que el próximo baile de temporada las sacaría del pueblo, por la vía del matrimonio.

Fue entonces cuando cayó el rayo en seco.

Eran las primeras horas de la tarde. Los vecinos y los extranjeros venidos de Culiacán daban vueltas en la romántica plazuelita, piropeando a las chicas, mientras en el edificio de enfrente el profesor Ochoa se disponía a descansar de la interminable siesta en que lo sumían las exigencias de su cargo. Somnolencia que solo interrumpían los rebuznidos de igualados pollinos que también habían tornado la plaza para sus coqueteos.

La gente empezó a correr, a hacerse a un lado para dar paso a una pareja de asnos, que chiroteaban a lo largo del concurrido y único paseo del pueblo. El escándalo y el ruido que produjeron fue mayúsculo. Y la autoridad tuvo que intervenir para acabar con los revoltosos, que ya habían pisoteado el césped y las flores que adornaban la plazuela.

La orden fue terminante. La sentencia, radical. Ni corte marcial ni apelación alguna. Después se abriría la averiguación.

"¡Fusílenlos de inmediato! ¡Mientras que yo sea el que manda aquí no permitiré ningún desacato al orden, la moral y a las buenas costumbres!", gritó enfurecido el jefe del cuerpo edilicio cosalteco.

Y así fue. Los dos cuicos del pueblo, ansiosos de sacar la enmohecida fusca, cosieron a tiros a los dos borricos, para escarnio de tan vilipendiada raza.

Para ello —cuentan los testigos presenciales— se les formó el cuadro de rigor. Había que cumplir con los requisitos que marca el reglamento para estas ejecuciones.

El nombre de Cosalá, a raíz de este fusilamiento, fue traído y paseado en las páginas de la prensa nacional, que comentaron socarronamente este histórico episodio de los borricos pasados por las armas.

Les digo que fue la primavera. No me cabe la menor duda.

Tomado de Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 10, abril de 1978, pp. 32-33.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

El calabazo

Carlos Salazar Herrera
(Costa Rica)

Un día cualquiera, Tito Sandí abandonó su hogar.

Dejó un papel:

“Me voy, no me busquen. Los quiere, Tito.”

Hubo muchas conjeturas entre los vecinos.

“¡Qué extraño! Un hombre tan bueno, tan trabajador, tan cariñoso con su familia. ¿Otra mujer?... ¡Imposible! Tito Sandí adora a su esposa y a su parejita de niños. ¿Qué pudo haber pasado?”

Zoila, la esposa de Tito, quedó abatida; no obstante se hizo cargo, con ingenio y diligencia, de la administración de unas cuantas manzanas de tierra que dejó su marido, las cuales producían lo suficiente par a vivir.

Hecha de adobes, troncos y tejas, en el regazo de una colina, estaba la casa, cuya fachada daba al Poniente. En los atardeceres de marzo, el sol veíase del tamaño de una rueda de carreta pintada con minio, y llenaba la casa de armonías cromáticas; colores planos, audaces y cálidos, como los cuadros del pobre Gauguín.

Y el tiempo pasó, y pasó a grandes zancadas, dejando huellas permanentes en las cosas y en los sentimientos; y desde que Tito se fue, cinco veces el verano derramó colores sobre la casa, sin que se tuviese noticias del ausente, hasta que, cierta calurosa tarde, llamó a la casa de Zoila un hombre desconocido. Era un hombre tranquilo, algo viejo y algo enigmático. Parecía un santo de madera con todos los surcos de la gubia; una figura de ca oba que hablaba, que hablaba despacio, muy despacio, en voz baja y con frases cortas, separadas por silencios angustiosos.

—Buenas tardes... ¿Es usté la señora Zoila de Sandí?

—Pa’servirle.

—Gracias, igualmente. Yo me llamo Juan José Zárate, amigo de su esposo Tito Sandí.

—¿De veras? ¿Sabe usté donde está él?

—Sí, Señora.

—Pase adelante y se sienta, tenga la bondá.

—Gracias... ¡Qué calor est’haciendo!

—Mucho, sí señor.

—...Todos tenemos penas en esta vida. ¿Verdá?

—Sí, mas hay que tener paciencia.

—Así debe ser. Pero mientras haya salú...

—Eso es lo principal.

—...¿Que tal están sus chiquitos?

—Muy bien, a Dios gracias.

—Se llaman Tito y Zoila, como ustedes, ¿verdá?... Me lo dijo su esposo... ¡Uf!... ¡Qué calor!

—¿Quiere un vaso de agua?

—No, Señora. Muchas gracias.

—...Pero, ¡donde está él?

—¿Quién?

—Tito Sandí, mi marido.

—¡Ah!... Sí... Muy lejos, por onde llaman Curridabá... Se quedó allí... Allí quedó.

—Y dígame, ¡por amor de Dios! ¿por qué no viene?, ¿por qué no me escribe?, ¿porqué nos abandonó?, ¿qué hace?, ¿que tal s’encuentra? ¡Cuénteme algo d’él, pronto, por favor! ¿No sabe que hace cincuaños m’estoy muriendo por saber algo de Tito?

El ambiente estaba como saturado de sensiblerías.

Juan José Zárate, con los labios apretados, levantó despaciosamente la cabeza y se puso a recorrer con sus miradas las vigas del techo. Tornó a bajar la vista y, sin mirar a Zoila, dijo con voz más lenta aún, casi en secreto, con frases cortas y siempre separadas por silencios angustiosos:

—Hace tres días... se murió Tito Sandí. Murió... murió leproso... Poco antes de morir me contó que cuando supo que estaba... así, abandonó la familia pa’no pegarle l’enfermedá... Dicen que se pega, pero no es cierto. Tito que dijo qu’él cre que hizo bien. Que no le contó nada a usté, porque usté no lo hubiera dejado irse. Que a la par d’él, siempre hubieran vivido ustedes con miedo... Me dio las señas d’esta casa, y me pidió que viniera a contárselo todo. ¡Ah!, y que no les manda nada, porque no tiene nada que mandarles. Después me dijo una cosa muy rara... y muy bonita: “Que si pudiera mandarles algo, sería un calabazo llenito de lágrimas.”

Cuando Zoila de Sandí se descubrió la cara, que había ocultado entre los pliegues de su delantal, ya Juan José Zárate se había marchado, sumergido en un ocaso como nunca.

martes, 6 de noviembre de 2018

La casa embrujada

Salvador Salazar Arrué (Salarrué)
(El Salvador)

La casa vieja estaba abandonada allí, en el centro del enmontado platanar. La breña bía ido ispiando por las claraboyas que los temblores abrieran para ispiar ellos. Tenía una mediagua embruecadiza, donde hacían novenario perpetuo los panales devotos. En los otros tres lados, ni una puerta; apenas un rellano de empedrado, ya perdido entre el zacate que lambía gozoso las paredes lisas: aquella carne de casa, blanquiza en la escurana vegetal, con un blancor que deja ganas de tristeza y que infunde cariño.

Los mosquitos se prendían en el silencio, como en un turrón. El tejado, musgoso y renegrido, era como la arada en un cerrito tristoso. El viento había sembrado allí una que otra gotera fructífera, con ráices diagua y flores redonditas de sol, que caminaban por el suelo y las paredes del interior. La casa vieja taba dijunta, enderrepente.

Según algunos vecinos, aquel abandono se debía a que laija del viejito Morán, que vivió allí, bía muerto tisguacal. El maishtro Ulalio decía que era porque espantaban: "Sale el espíreto de la Tona", decía; "yo luei visto tres veces: chifla y siacurruca; chifla, y se acurruca: después, mece las mangas y se dentra en el platanar".

Ño Mónico, que estaba loco de una locura mansita —porque hablaba disparates muy cuerdamente—, decía con el aire de importancia y superioridad que lo caracterizaba:

—¡Ah..., no señor..., nuai tales carneros aloyé, nuai tales!... Siesque vinieron los managuas, despacito..., y cerraron las puertas cuando era al mediodía, aloyé. Dejaron adentro a la Noche, que bía venido a beber agua descondidas del sol. Allí la tienen enjaulada, aloyé, y la amarraron con una pita e matate. ¿¡Cómo se va!? Sestá pudriendo diambre: ya giede, aloyé, ¡ya giede! Pasa ispiando por los juracos de la paré; y, cuando nuentran sapos, aguanta hambre. Dende aquí sioyen a veces los destertores de la goma. Se va en friyo, aloyé. Un diya destos va parecer la yelasón derretida por las rindijas. Los managuas la vienen a bombiar todos los diyas, con ronquidos diagua, para joderla más ligero, aloyé...

Los zopes no se paraban nunca en el tejado. A veces el gavilán le hacía un pase, con su cruz de sombra; y dicen que la casa se encogía y pujaba. Taba embrujada. De noche se oiba el juí,juí de una hamaca. Un chucho, que llegó un día a oler la casa, salió dando gritos de gente por el monte y montado en su cola.

Las hojas enormes de los majonchos le hacían cosquillas a la casa con las puntas. Sus sombras, en forma de cejas, se mecían en las paredes, que parecían hacer muecas nerviosas. En un ventanuco que estaba en la culata una araña había enrejado, por si abrían... Las hormigas guerreadoras le habían puesto barba en una esquina. De cuando en cuando, una teja desertaba en el viento. Una tarde en que Ulalio se acercó, le hablaron desde adentro. Puso atención, y oyó la voz, sin entender las palabras: "era como que vaceyan un cántaro" decía, "me dentro un friyo feyo en el lomo y salí a la carrera".

Una vez pasó cerca el cura. Le pidieron consejo y él quiso ir a ver la casa del embrujo. Se apió; y, remangándose la sotana, fue al platanar con Ulalio, la Chana y Julián.

—¿Quién vivió allí?

—El viejito Morán y suija que murió de lumonía. Otros dicen que taba tubreculosa.

El cura llegó hasta la mediagua. Los panales empezaron a confesar su misterio. Abrió sin temor las puertas desvencijadas. El cadáver de la noche, que había quedado recostado en la puerta, se derrumbó hacia afuera. Instintivamente, todos dieron un paso atrás. Rápida, como un rayo de carne, una culebra negra y brillante salió y se perdió en el monte. Los sapos venían saltando hacia afuera, como piedras vivas. Entre los ladrillos verdosos, las rueditas de plata de las goteras se habían hecho hongos. El aire jediondo casi se agarraba con la mano. Una botella olvidada había ido apagando su brillo de puro terror.

El cura mandó a Julián por escobas y empezó a jalar los acapetates con una vara. Se desgajaban, haciéndose tierra. De aquella rama sombría del techo, los murciélagos se desprendían, como hojas, o se volvían a colgar, como frutas pasadas.

El cura estuvo toda la tarde limpiando la casa. Bendijo un tarro de agua y lo regó por todas partes. Sacó un libro y susurró latines. Clavó una cruz de palo en un pilar y ordenó que se dejaran abiertas las puertas para que oreara, que se desenmontaran los contornos, que se cogieran las goteras, se plantaran flores en el suelo y se colgaran macetas de las vigas.

Días después, el cura pudo ver la casa resucitada. El patio liso y barrido, las enredaderas trepándose por las paredes y las macetas colgadas de las vigas. Sonriente y gordo, palmeó en la espalda de Ulalio y le dijo:

—¿Conque, embrujada, eh?...

—¡No creya Padre, entuavía sioye un bisbiseyo!