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miércoles, 11 de diciembre de 2019

Las cataplasmas

Enrique Ruiz Alba

"¿Qué horas son éstas de llegar?

"¡Ahora se quedan sin cenar o… agarren, si quieren!".

Era la voz de mi madre en son inequívoco de reprimenda por llegar tarde a casa. Y eso se sucedía casi a diario, cuando mi hermano Luis y yo sobrepasábamos el horario permitido por la autoridad hogareña: nueve de la noche.

Volvíamos de la reunión nocturna con los muchachos del barrio en la esquina preferida. Se juntaba la palomilla para dar rienda suelta a sus juegos infantiles de los que terminábamos cansados, exhaustos, pero felices.

La primera sentencia maternal nunca se cumplía; siempre hacíamos caso de la segunda: "Agarren si quieren". Íbamos directos al pretil, junto a la hornilla, en donde no faltaba la olla de barro con frijoles, la vasija con leche y un comal todavía calientito sobre el cual abundaban las tortillas doradas.

Las embadurnábamos de natas, de frijoles y salsa. El tronar de las tostadas trituradas por nuestras dentaduras rompía el silencio de la noche en un hogar en que todos dormían, menos Luis y yo. Junto a la hornilla que mantenía vivas las últimas brasas de la leña que las producían, nos dábamos el banquete nocturno.

¡Qué esperanzas entonces de refrigerador o estufa! Y no es que no se hubiesen inventado, pero mi padre era un modesto empleado postal y mi madre, de honda raíz campirana, detestaba lo moderno. "No hay como las ollas de barro y la leña para una comida sabrosa", decía.

Después de la auto-cena, a la cama, a disfrutar de un sueño profundo únicamente interrumpido por la voz de mi madre por la mañana, exigiendo nos levantáramos para ayudar en los quehaceres domésticos antes de almorzar e irnos a la escuela.

"Tú barre la calle, juntas la basura y riegas antes de que pase el camión; y tú lavas el chiquero y sacas la porquería. ¡Y lo hacen bien, porque voy a ir a revisar!".

Bueno o malo, el trabajo se cumplía; de lo contrario, ella cumplía sus amenazas. Jalones de orejas con un: "¿No viste esa basura, malhecho?", o coscorrones acompañados de: "¿No te dije que sacaras la porquería?", eran muy frecuentes respuestas a nuestras deficientes tareas.

Después del almuerzo, el peregrinar a la escuela, no sin antes llenar el requisito del aseo personal, realizado siempre con agua fría, así estuviera helando. ¡Ni esperanzas de boiler en nuestra casa!

Al regreso de clases escuchábamos el recordatorio vespertino: "Van a dar la última llamada para el rosario. ¡Váyanse pronto y cuidado con quedarse en el jardín!".

¡Y allá íbamos los hermanos a escuchar los rezos del padre Luna y a repetirlos con él: "Santa madre de Dios… Dios te salve, María, llena eres de gracia… Padre nuestro, que estás en los cielos… Tercer misterio…". Cuando llegábamos al quinto misterio estábamos dormidos. Pero Chava Medallas, tonto de capirote que debía su nombre a que Ilevaba colgado al cuello un centenar de rondanas metálicas con efigies de santos, se encargaba de despertarnos. Sobrino de vieja solterona que vivía en el templo, era un vigilante gratuito del respeto que la feligresía debía guardar en los actos religiosos.

Cuando más profundamente dormidos nos encontrábamos, se acercaba rozando levemente sus pies sobre las baldosas del templo y, sin más, nos jalaba los diablitos (puntas de las patillas), que nos levantaba como resortes y en no pocas ocasiones nos hizo lanzar gritos de dolor.

"La letanía del Señor: 'Sangre de Cristo, embriágame… Agua del costado de Cristo, lávame…'". No respondíamos, el sueño nos tenía vencidos; pero allí estaba el cuico oficial para cumplir con su deber. ¡Ah, pero la venganza es dulce y más cuando se produce pronto! Allí, bajo la sombra de las moreras del jardín Azcona, esperábamos al verdugo. Diseminados en torno al templo del Sagrado Corazón, junto a los resbaladeros, permanecíamos a la expectativa, algún día iba a salir.

Chava Medallas usaba calzón largo de manta con velas (cordones) ubicados arriba del trasero. Bastaba un ligero tirón de cualquiera de las puntas para que la prenda se viniera abajo. Una de las muchas víctimas del despertar de Chava Medallas cuando este salía del templo, le interceptaba hablándole con voz suave, hasta melodiosa, para preguntarle sobre los milagros de cualquiera de los santos que colgaban de la sarta prendida al cuello. Cuando más inspirado estaba en explicarlo, llegaba otro por detrás, pegaba el tirón a las velas ¡y allá iba el calzón hacia abajo!

Enfurecido se lanzaba contra los malditos, muchas veces sin intentar siquiera subir la prenda a su sitio natural, por lo que era frecuente visitara el suelo. La huida nuestra, coreada con risas burlonas, enmarcaba la venganza sobre aquel tipo, que fue uno de los personajes populares de mi tierra.

Lo malo, en cada ocasión que esto sucedía, y que era casi todos los días, era que en su frustrado afán de contravenganza siempre arremetía contra el primer cristiano que se atravesara a su paso, por lo que muchos inocentes ajenos a nuestras travesuras pagaron el pato, al rodar por el suelo como producto de sus fuertes embestidas.

Después del rosario o la "Hora Santa" volvíamos a casa y pedíamos permiso para "ir a jugar a la esquina", solicitud que siempre era concedida, no sin recibir la sempiterna advertencia: "Se vienen temprano. No se tarden o se quedan sin cenar".

Mi querido padre, cómplice bondadoso de nuestras inquietudes infantiles, nunca decía nada. Pegado al vetusto Westinghouse se deleitaba escuchando las noticias de la época: 

"Comenzó la invasión de Normandía", "Posición nazi cayó en poder de Montgomery", "Eisenhower avanza con sus aliados", "MacArthur arrasa en Filipinas". En fin, lo que entonces era expectación: la Segunda Guerra Mundial.

Nosotros, ajenos al problema bélico, nos dábamos cita en la esquina de la "Ola Marina" para disfrutar nuestra sana infancia a la luz de opaco bombillo público, muy lejos del conflicto que conmovía al mundo. Nosotros teníamos el nuestro, sabor a gloria: esa infancia que añoro.

"Uno, por mulo; dos, patadas y coz; tres, pelitos de San Andrés; cuatro, jamón de sapo; cinco, de aquí te brinco…". Era el burro, juego tradicional que exigía la colocación de un elemento previamente designado para que sobre su lomo brincáramos todos los demás, teniendo que repetir, por obligación, esa especie de letanía.

O bien jugábamos al bebeleche (brincapetate), a la pegadilla o roña, a las escondidas, a todo aquello propio de nuestra vida infantil, la que llamo así porque a los diez años no pasaba por nuestra mente ningún indicio perverso que manifestara lo contrario.

Mi madre, en paz descanse, era muy dada a los remedios caseros, cosa natural en ella, dado su origen campirano. Que teníamos tos: cebo caliente untado en la garganta; que nos dolía el oído: ruda con alcohol introducida en el órgano auditivo; que andábamos mal del estómago: la repugnante purga, o bien la lavativa de agua caliente; y si era un dolor de muelas: algodón con clavo molido. No había enfermedad para la que mi madre no tuviera el remedio a la mano.

A resulta de ciertos achaques que le afectaron, recurrió a sus propios medicamentos. Nunca me enteré cuál fue el tipo de padecimiento, pero sí, por vez primera, escuché la palabra cataplasma, pues dijeron que era muy buena para su mal.

Una noche, después del rosario, llegamos Luis y yo a casa. Avisamos que estaríamos en la esquina y, tras el consabido "No se vayan a tardar, o se quedan sin cenar", enfilamos rumbo al sitio predilecto, en donde ya estaba el resto de la palomilla.

Y empezamos: "Uno, por mulo; dos, patada y coz; tres…". Vinieron otros juegos, hasta que, un par de horas después, sudorosos, cansados como siempre, decidimos regresar a casa, no sin escuchar el clásico: "Aquí se quebró una taza, cada quien gana para su casa".

Llegamos tratando de hacer el menor ruido posible, como nunca (eran las once de la noche) nos habíamos quedado en la calle. Temíamos un castigo severo. Empujamos la puerta y entramos de puntitas. Todos dormían. Mi madre, que roncaba fuerte, nos indicó con sus ronquidos que la vía estaba libre. Por lo menos esa noche quedaríamos a salvo de una pela.

Como de costumbre, nos fuimos derecho al pretil, ¡pero con desilusión!: ni olla de frijoles, ni natas, ni leche, ni siquiera tortillas tostadas junto a la hornilla. Hasta el comal había desaparecido. Nos miramos mi hermano y yo cara a cara, con expresiones interrogantes, y luego, resignadamente, nos fuimos a la cama.

El sitio destinado para mi rutinario descanso nocturno estaba cerca del que ocupaba mi madre. El de Luis, en sitio aparte. Cuando me senté en el bordo de la cama, advertí que en una silla colocada junto a la de la autora de mis días había unas tortillas, y sin más, para resolver mi hambrienta situación, empecé a engullirlas con voracidad. Ni siquiera dije a mi hermano de la existencia de aquellas quesadillas que me supieron a gloria.

Dormí plácidamente. Por la mañana, la voz maternal me despertó con su habitual letanía: "¡Levántense, para que barran la calle y el chiquero y se vayan a la escuela".

A la hora del almuerzo mi madre preguntó: "¿Quién se comió las tortillas que dejé anoche sobre la silla que estaba junto a mí cama?".

Ni modo de mentir, sabía que era peor, además que, de hecho, era el único sospechoso. "Fui yo", dije, balbuceante, esperando que la llanta de bicicleta azotara mis posaderas, como se estilaba en casos serios. Pero, para mi sorpresa, brotó una explosión de risa del resto de mis hermanos, de mi padre y de mi propia madre, cuando esta manifestó: "¡Tarugo, te comiste las cataplasmas que me puse anoche como remedio en las plantas de los pies!".

No he vuelto a comer quesadillas y cuando escucho mencionar las cataplasmas me dan ganas de vomitar. Aunque también, al recordar a mi querida madre, juro que si viviera le besaría sus plantas sin repugnancia alguna.

Publicado en Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 7, enero de 1978, pp. 33-35.

Los burros fusilados

Héctor L. Paliza

Tiene que haber sido la primavera. La mágica estación que todos los años saca de la tintorería el tapete de verdes profundos con pintitas de flores, que cubre las hermosas laderas cosaltecas.

Ni modo que fuera otra cosa, porque todos los signos son evidentes: en la primavera de Cosalá parece como si el agua de sus cascadas bajara desgreñándose; como que las cañas se hacen más respingadas, los viejos trapiches menos tosijosos y las mujeres más bonitas.

Ni una palabra más. Tiene que haber sido en esos días en que los guayabos anuncian que la fruta emblema de la región se dará en abundancia en patios y cañadas.

Pero vamos entendiéndonos.

Eran los años de mi general Gabriel Leyva Velázquez —el último gobernante sinaloense que viviera la paz postrevolucionaria— cuando sucedieron los hechos que vamos a narrarles.

Los Aragón, los Hernández y los Jacobo se disputaban, como siempre, el virreinato municipal. Como de costumbre también, el pueblo estaba dividido y el chisme amenazaba con llegar al arroyo.

Mi general, que nunca se daba mayor prisa para nada, meditó con serenidad el asunto. Ni unos ni otros. La tranquilidad idílica del viejo mineral no podía romperse por quítame allá esta presidencia. Así fue como, por carambola, llegó a ser primer regidor de la villa el profesor José Antonio Ochoa, cuya probidad era ampliamente reconocida por su desempeño como inspector escolar de la zona.

No hubo ni vencedores ni vencidos. El tercero en discordia resultó ser el perfecto jamón del sándwich, para gusto de todos. Tanto así que tirios y troyanos aplaudieron su obra, modesta pero comprendida.

¡Lástima que haya sucedido aquello, que de otra forma su gestión hubiera sido redonda, sin mácula! Pero la pizpireta primavera quiso otra cosa, como tengo dicho.

Cosalá se lavaba los pies en los arroyos que ya ensayaban a ser grandes. Los viejos panocheros se frotaban las manos en vísperas de la molienda. Los estudiantes exiliados regresaban a casa acompañados por amigos de la capital que ingenuamente se prometían divertirse como enanos, mientras las preciosas solteras confiaban en que el próximo baile de temporada las sacaría del pueblo, por la vía del matrimonio.

Fue entonces cuando cayó el rayo en seco.

Eran las primeras horas de la tarde. Los vecinos y los extranjeros venidos de Culiacán daban vueltas en la romántica plazuelita, piropeando a las chicas, mientras en el edificio de enfrente el profesor Ochoa se disponía a descansar de la interminable siesta en que lo sumían las exigencias de su cargo. Somnolencia que solo interrumpían los rebuznidos de igualados pollinos que también habían tornado la plaza para sus coqueteos.

La gente empezó a correr, a hacerse a un lado para dar paso a una pareja de asnos, que chiroteaban a lo largo del concurrido y único paseo del pueblo. El escándalo y el ruido que produjeron fue mayúsculo. Y la autoridad tuvo que intervenir para acabar con los revoltosos, que ya habían pisoteado el césped y las flores que adornaban la plazuela.

La orden fue terminante. La sentencia, radical. Ni corte marcial ni apelación alguna. Después se abriría la averiguación.

"¡Fusílenlos de inmediato! ¡Mientras que yo sea el que manda aquí no permitiré ningún desacato al orden, la moral y a las buenas costumbres!", gritó enfurecido el jefe del cuerpo edilicio cosalteco.

Y así fue. Los dos cuicos del pueblo, ansiosos de sacar la enmohecida fusca, cosieron a tiros a los dos borricos, para escarnio de tan vilipendiada raza.

Para ello —cuentan los testigos presenciales— se les formó el cuadro de rigor. Había que cumplir con los requisitos que marca el reglamento para estas ejecuciones.

El nombre de Cosalá, a raíz de este fusilamiento, fue traído y paseado en las páginas de la prensa nacional, que comentaron socarronamente este histórico episodio de los borricos pasados por las armas.

Les digo que fue la primavera. No me cabe la menor duda.

Tomado de Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 10, abril de 1978, pp. 32-33.

miércoles, 26 de agosto de 2015

De los Apeninos a los Andes

Marcelo Birmajer
(Argentina)


Debido a que nos mudamos, tuve que cambiar de colegio a mi pequeño hijo de cinco años. No fue fácil tomar la decisión.Intenté resistir: como los viajes en auto lo marean, propuse a mi esposa llevarlo yo mismo, caminando, hasta su antigua escuela. Si el “Marco” de Edmundo De Amicis caminó de los Apeninos a los Andes para reencontrarse con su madre, ¿por qué no iba a poder yo caminar doscientas cincuenta cuadras con mi hijo a cococho para salvarlo de la tragedia de cambiar de colegio? 

Pero mi esposa imaginó la escena: yo, exánime, desmayado; a merced de transeúntes desconocidos.

—Ya sé —grité como una eureka, imbuido de una convicción mística—. Vivimos en una carpa de lunes a viernes, al lado del mismo colegio. Y los fines de semana, volvemos a la nueva casa.

Pero mi esposa sugirió que yo no sería capaz de recordar sacarme las zapatillas cada vez que ingresara en la carpa, por lo que nuestra vida se tornaría un infierno. Y cuando ya estaba dispuesto a pagar la primera cuota del helicóptero, la decisión gubernamental de robarnos nuestros ahorros dio por tierra con la idea.

De modo que había que cambiarlo de colegio.

—Hablale vos —le dije a mi mujer—. Es fácil; explicale que hay cosas mucho peores: terremotos, tiburones. Contale que los que se pierden en el Triángulo de las Bermudas no vuelven nunca más; mientras que a él, sólo lo vamos a cambiar de colegio.

Mi mujer escuchó en silencio las propuestas y respondió:

—Si le hablo yo, le hablo yo.

Pero no le habló. Pasaban los días y, en ocasiones, no le hablaba porque estaba a punto de comer y no quería ponerlo nervioso, porque justo le había comprado un juguete nuevo y no quería arruinar la sorpresa o porque, en ese momento, no lo veía preparado.

Cuando me dijo que no le quería dar a las diez de la mañana la noticia para que se fuera a dormir tranquilo, supe que tendría que hablar yo.

Me preparé. Compré títeres, un video no violento de la anterior Europa del este y diversos discos compactos. Me dije que, antes de hablarle, le haría llegar el mensaje en forma indirecta. Subliminalmente, mientras jugaba con su Jedi, yo le hacía escuchar la canción "Presente", de Vox Dei: “Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina”.

Pero no pareció conmoverlo.

Interrumpía un cuento y le decía:

—Hijo, las abejas nacen, se reproducen y, lamentablemente, mueren. Todo cambia. Creo que las marsopas hibernan, es decir, pasan seis meses sin saludarse. Los osos, seguro. ¿Entendés?

Mi hijo pedía que le siguiera leyendo el cuento, afortunadamente escrito por personas normales…

Cuarenta y ocho horas antes de inscribirlo, mi esposa y yo descubrimos que si no le decíamos la verdad, mi hijo llamaría a sus nuevos compañeritos con los nombres de los anteriores.

—Yo se lo digo —dijo por fin mi esposa.

Lo despertó, porque el pobre dormía, le susurró al oído la terrible novedad y lo dejó seguir durmiendo.

—¿Estás segura de que te escuchó?

—Por supuesto —respondió mi mujer. Y se encerró a llorar en el baño.

Velamos junto a su cama: esperábamos verlo levantarse entre pesadillas, gritando el nombre de su última maestra, intentando aferrarse vanamente a los amados compañeritos, a los que nunca más vería. Por la mañana, cuando lo vimos desayunar en paz, supusimos que el mensaje no le había quedado claro.

—No vas a volver al colegio del año pasado —le dije con la voz trémula de dolor.

—Ya sé —dijo mi hijo con la tranquilidad típica de los negadores, liquidando su chocolatada.

Pasamos las siguientes horas como el reo que aguarda su ejecución. ¿Lloraría en la entrada, se quedaría lívido frente a las caras extrañas, sería éste el material de los peores conflictos de su futura vida adulta, estaríamos dándole la imagen de que el mundo es vertiginoso e inseguro? ¡Dios mío!

Finalmente, el hombre, mi hijo de cinco años, entró en su nueva escuela.

Todo parece indicar que jugó y conversó con normalidad. No le noté erupciones ni incoherencias. Como siempre, cuando le pregunté cómo la había pasado, me dijo que esas cosas sólo las hablaba con Batman. Le pregunté si había extrañado su antigua escuela.

—No te preocupes, papá —me dijo—. Si querés, un día te llevo a que te despidas de los otros padres.


Obtenido el 2 de julio de 2015 de: http://planlectura.educ.ar/pdf/literarios/birmajer.pdf

miércoles, 20 de mayo de 2015

"Lacras de la política, material de caricaturas"

Con casi 50 años de trayectoria y más de 10 mil caricaturas, Rogelio Naranjo ha retratado los sucesos y corrupción de los personajes que han marcado la historia de México 


ana.pinon@eluniversal.com.mx

Rogelio Naranjo. (Foto: El Universal).
Rogelio Naranjo ha trazado durante casi 50 años al México que lo asombra por su historia y tradiciones, pero que se empeña en causarle indignación por su enraizada desigualdad económica y la corrupción de sus gobernantes. El primer suceso político social que lo estremeció fue el Movimiento estudiantil de 1968, desde entonces se comprometió con el oficio, con las luchas sociales, con los desamparados y se rebeló en contra de la injusticia.

El caricaturista nacido en Michoacán en 1937 y radicado en la ciudad de México desde que tenía 25 años de edad ha publicado sus cartones en diversas revistas y periódicos, entre ellos EL UNIVERSAL. En medio siglo ha producido más de 10 mil caricaturas, donadas a la UNAM, pero día a día continúa trabajando con las mismas inquietudes, aunque con las dificultades que, dice, trae consigo la vejez.

Los abusos de los líderes sindicales, las políticas económicas que han generado más pobreza en México, el enriquecimiento de políticos y empresarios, el priísmo y sus formas de entender y hacer política, la libertad de prensa, la clase trabajadora, el clero y su indiferencia ante los más necesitados, los presidentes de la República y los derechos humanos, los procesos electorales son sólo algunos de los temas que ha abordado el cartonista.

¿Después de trabajar como dibujante en la Sala de Etnografía del Museo Nacional de Antropología empieza su carrera profesional como cartonista?

Sí, cuando terminó ese trabajo me preocupé por qué iba a pasar conmigo, se iban a acabar las quincenas y empecé a buscar trabajo como caricaturista. Probé en varios lugares y en donde tuve suerte fue en El Día, ahí se empezaron a publicar mis trabajos de manera profesional y a nivel nacional aunque no era muy conocido. Ahí estuve un año y empecé a conocer a otros caricaturistas como Rius, quien era el más importante. El que más me ayudó fue Leonardo Badillo, por él entré al suplemento cultural de El Día. Después me ofrecieron irme como maestro a la Universidad Veracruzana, a la Escuela de Artes Plásticas y todo era miel sobre hojuelas, pero hubo un problema estudiantil y me hice de enemigos porque no querían que un chilango ocupara los espacios que eran para los veracruzanos. Me cansé de eso y me regresé a la ciudad de México para continuar con la caricatura en publicaciones políticas y otras no tanto. No ganaba gran cosa, pero estaba contento con lo que hacía y con los empleos que tenía.


1968 fue un año contundente en su carrera

Estaba el ambiente muy tenso en la ciudad de México y yo tomé de inmediato partido, me uní a los estudiantes de la Universidad y del Politécnico porque estaban exigiendo al gobierno la libertad y muchas cosas así. Y dije, si es lo que yo sé hacer, vamos a dibujar sobre todo eso.

Empecé a hacer muchos dibujos y se los ofrecía gratis a la Universidad, me los aceptaron, pero no tenían dinero, no me importaba. Incluso las impresiones se les regaló a los estudiantes. A mí me daba mucha satisfacción y mucho orgullo poder participar de esa manera en un movimiento popular que aplaudían todos los universitarios. Al poco tiempo de eso llegué al periódico EL UNIVERSAL, donde sigo trabajando desde hace cerca de 50 años. Así ha sido mi vida, la semblanza de un proyecto de caricaturista que resultó con un final feliz porque no todos los caricaturistas tienen suerte.

Usted ha bromeado con la idea de que Rius es el famoso, pero lo cierto es que usted también está en la memoria colectiva como uno de los personajes que ha retratado al país??

Si yo me interesara en hurgar en las cosas que he trabajado, en el éxito que he tenido, seguramente o me desmayo o no sé qué, porque todo eso salió sin que yo lo estuviera buscando. Yo estaba buscando trabajo pero no tenía la intención de ser exitoso ni mucho menos, sé que sí había cierto reconocimiento porque empecé a dibujar en muchas más publicaciones de las que podía y claro, era aceptado mi trabajo por los empresarios, por los dueños de los periódicos, por los periodistas de gran nivel como Manuel Buendía, como Carlos Monsiváis. Todo eso se me vino encima, no me dieron ni siquiera tiempo de sentirme importante, lo que hacía era trabajar y trabajar y trabajar. A veces a las 5 de la mañana empezaba a dibujar y trabajé en casi todas las publicaciones importantes, la gente pudo pensar que eso era el éxito pero ojalá hubiera repartido el trabajo que tenía. Empezaron a llegar los reconocimientos internacionales, pero todo eso acabó con mi capacidad de trabajo, 35 años se me fueron de volada.

Ya estoy viejo, descubrí que tengo una enfermedad relativa a la vejez y ya no veo bien, tengo muchos problemas para ver, para dibujar y ya, ahora con atención médica, ahí más o menos la voy librando pero sí está disminuida la capacidad de ver, algo tan necesario para un dibujante.

¿La enfermedad orilla a valorar más lo que se ha hecho?

Pues yo quiero seguir trabajando como caricaturista porque está totalmente conectado con el de dibujante y yo quiero seguir siendo dibujante. Estoy muy cerca de los 80 años, no me había puesto una fecha para vivir pero creo que 80 son muy buenos para la vida de una persona, pero si me toca tener que rascar un año más, pues bueno…

Ha sido testigo de casi 50 años de historia del país, ¿la historia se repite?

Si es cierto que se repiten muchas cosas, pero cada político, cada gobernante va dejando su sello, y no todos son iguales, siempre van resultando algunas variantes, pero el PRI que tiene 80 años o no sé cuántos de vida, los corruptos políticos aunque siguen siendo los mismos, todas las lacras que vemos en la política mexicana, que es mucha, siempre nos dan la posibilidad de algunas variantes, o si no las inventamos nosotros mismos. En los dibujos estamos creando prototipos que sean significativos o que se emparienten con algunos sucesos de México que también son repetitivos, así que las ideas como caricaturista a lo mejor hasta se siguen repitiendo porque hay imágenes que son muy difíciles de erradicarlas, como el tapado o el corrupto, pero seguirán ahí por mucho tiempo porque así es la política en México.

Hay algunos de los detalles de la política, el caso del petróleo, de los energéticos actualmente, que es una cosa que la gente sí que cree que debería de cambiar, pero hay una cerrazón, es en lo que se han caracterizado los últimos gobiernos de la República, cerrarse, no oír al pueblo. En el caso de Peña Nieto, él podría haber iniciado su gobierno con lo que la gente está pidiendo, pero desde un principio se vio que no le interesaba.

Publicado en El Universal el 9 de agosto de 2014. 

lunes, 20 de octubre de 2014

El umbral de la filera

Cuento de José Manuel Valenzuela Arce

“Es hora”, dice el maistro, y acto seguido, como ritual mecanizado, Conejo comienza a guardar cucharas, carretilla y demás instrumentos de trabajo; después se dirige hacia el tambo, de donde extrae un balde con agua y comienza a lavarse, untándose el jabón que el Guaymas le echa sobre la mano. Paulatinamente, sus tatuajes comienzan a aparecer entre los restos de cal y cemento que se diluyen con el agua.

— ¡Sabadito alegre! —grita el Chispiro, que ya trae las cervezas, y ahí mismo hacen la fogata y ponen sobre el asador la carne, tripitas y cebollas.

—Al rato nos vemos —dice el Conejo—, me voy porque le dije a mi jaina que la iba a llevar a ver una muvi.

— ¡No mames, Conejo! —le increpa el Guaymas—, ya cálmala con la leona, te trae bien zurumato y cacheteando el pavimento, pinchi mandilón.

Después de las peripecias ritualizadas del viaje en camión, Conejo se agasaja con su baño de jicarazo; luego se pone las garras de salir, las lucidoras, las del estilo, las quemadoras; garras acá, firmes. Minutos después se contempla frente al espejo; da una última pasada a sus zapatos con el trapo de franela que lleva en la bolsa, se faja a filera y, bien tumbado, sale a buscar a la Lety.

— ¿Quiúbo, mija, ya está lista?

—Ya casi, se me hizo tarde porque le ayudé a mi jefa con el jale de los tamales; pero aguanta, que de votada me alineo.

— ¿Sabes qué, mija? Mejor al rato regreso, voy a caerle un ratillo a tripear en la esquina y retacho en corto,

A un lado de la tienda de abarrotes, Conejo encuentra a sus homies; sus meros brothers en las buenas y en las malas, quienes como todos los fines de semana se esmeran en el turiqueo y el cuidado del terre.

— ¡Ésele, pinchi Conejo!, ¿qué onda, dónde te habías metido? Ya hasta creíamos que te habían quinceado o que te habías descontado a Los Ángeles. Pinchi amor te pegó recabrón, güey.

Conejo se acerca contoneándose y, mientras saluda a sus amigos, dice despacio, como disculpándose: “Acabo de salir de camellar y neta que la carrilla está machín, pero tengo que alivianar el cantón y, como la flecha es derecha, me cae que ultimora y hasta me arrano.

— ¡Hazte a un lado, güey, que esa pendejada se pega!

— ¡Órale, pinchi Conejo, mejor llégale a la quigua! —y le pasan una cerveza, que él empina hasta el fondo.

— ¡Órale, ése, ahí te llevo con la sed; pareces camello, güey!

—Cálmese, Luisillo, no me deje abajo, que usté es mi mero brother; o qué, ¿no somos carnales desde morrillos y nos hemos hecho paros en guato de broncas y nos esquineamos en los bonos y las quinceadas?

Luisillo y Conejo se abrazan y empinan las caguamas hasta el fondo. Después afloran los inevitables recuerdos: “¿Te acuerdas cuando me hiciste el paro con los de la Líber?”. “Pues claro, ése, ahí fue donde le apagaron el ojo al Monky”. “¿Te acuerdas cuando nos carrucharon en el bono de la Piri?”...
Y así se van introduciendo en el juego cotidiano de tejer recuerdos, a pesar de que la suya es una amistad alimentada del presente, de hazañas extraordinarias, desplantes certeros, venganzas honorables, aracles y torcidas.

Las cervezas son inagotables, como las bromas o los alardes de fuerza y osadía enmarcados por las risas que llegan hasta los límites territoriales controlados por el barrio. Cuando el Conejo ve su reloj ya son las nueve y media.

— ¡En la madre!, ya se me armó con mi ruca.

—No me vayas a dejar abajo, Conejo correlón —dice el Luisito— Desde que andas de caliente ya no la rolas como antes; se me hace que eres puro mandilón.

—Está bueno, ya párale, Luisillo; me voy a quedar otro rato pa que veas que soy firmes, pero conste que se me va armar con mi jaina.

Horas después el grupo continúa en la esquina, bromeando y tomando; los ojos rojos y las palabras arrastradas denotan los estragos de las interminables caguamas, que circulan entre carrilla o halagos al buen placazo del barrio; a sus aventuras, su invencibilidad, sus épicos desmadres.

Conejo y Luisillo enfatizan sus papeles protagónicos frente al grupo, pues ante propios y extraños, en los paros y las broncas, son reconocidos como los mejores del barrio.

En medio de hazañas reales e inventadas, aparece la pregunta inevitable, lanzada por el Juanillo desde su inamovible posición:

“¿Quién es mejor de los dos para los trompos?”, y las opiniones se dividen.

Conejo y Luisillo los escuchan divertidos, abrazándose y haciendo fintas de boxeo. Ante la insistencia de los amigos, Luisillo dice al Conejo con sonrisa de complicidad: “¿Qué onda hommie, nos damos un tiro acá, de compas, para que estos güeyes dejen de estar chingando?”

Al Conejo le entusiasma la idea, así que se abren y comienzan a danzar, marcándose golpes y paladas; pero luego, ya en calor, el tiro se va poniendo más bravo y los puñetazos suenan secos, aunque ellos, indoblegables, no dejan de sonreír y fanfarronear. Paulatinamente, la risa se va desdibujando sin que ellos dejen de pelear, haciendo gala de fuerza y agilidad. Caen al suelo y ahí continúan forcejeando hasta que los separan, pero se levantan y reinician la lucha. Los golpes comienzan a llegar con coraje, pero ya no escuchan las voces que tratan de separarlos. La sangre mancha sus ropas y sus gestos se endurecen. Repentinamente, en un movimiento preciso e imperceptible sólo denunciado por el clic seco que corta la noche, Luisillo saca a filera que lleva fajada y casi al instante truena también la filera del Conejo

Los navajazos rasgan el aire, pero ellos los esquivan con la agilidad animal que han desarrollado en tantas broncas vividas. A Conejo le comienzan a faltar el aire y los reflejos; siente que su condición física privilegiada empieza a fallarle, que el cansancio acumulado del trabajo intenta vencerlo, y no es lo suficientemente rápido para esquivar el cuchillo que entra en su pecho y le llega profundo, como el silencio repentino del barrio.

Luisillo tarda varios segundos en reaccionar; después se abalanza sobre el Conejo y, mientras lo abraza, le grita con voz tierna y llorosa: “! Levántate, Conejo! ¡No me dejes abajo! ¡Guacha, ahí viene la Lety! Levántate, carnal!”

Valenzuela Arce, José Manuel. El umbral de la filera. ICBC, Mexicali, 1993.

sábado, 4 de octubre de 2014

La botija

Salvador Salazar Arrué (Salarrué)
(El Salvador)


José Pashaca era un cuerpo tirado en un cuero; el cuero era un cuero tirado en un rancho; el rancho era un rancho tirado en una ladera. Petrona Pulunto era la nana de aquella boca:

--¡Hijo: abrí los ojos, ya hasta la color de qué los tenes se me olvidó!

José Pashaca pujaba, y a lo mucho encogía la pata.

--¿Qué quiere, mamá?.

--¡Qués necesario que te oficiés en algo, ya tás indio entero!

--¡Agüen!...

Algo se regeneró el holgazán: de dormir pasó a estar triste, bostezando.

Un día entró Ulogio Isho con un cuenterete. Era un como sapo de piedra, que se había hallado arando. Tenía el sapo un collar de pelotitas y tres hoyos: uno en la boca y dos en los ojos.

--¡Qué feyo este baboso! --llegó diciendo. Se carcajeaba--; meramente el tuerto Cande!...

Y lo dejó, para que jugaran los cipotes de la María Elena. Pero a los dos días llegó el anciano Bashuto, y en viendo el sapo dijo:

--Estas cositas son obras donantes, de los agüelos de nosotros. En las aradas se encuentran catizumbadas. También se hallan botijas llenas dioro.

José Pashaca se dignó arrugar el pellejo que tenía entre los ojos, allí donde los demás llevan la frente.

--¿Cómo es eso, ño Bashuto?

Bashuto se desprendió del puro, y tiró por un lado una escupida grande como un caite, y así sonora.

--Cuestiones de la suerte, hombré. Vos vas arando y ¡plosh!, de repente pegas en la huaca, y yastuvo; tihacés de plata.

--¡Achís!, ¿en veras, ño Bashuto?

--¡Comolóis!

Bashuto se prendió al puro con toda la fuerza de sus arrugas, y se fue en humo. Enseguiditas contó mil hallazgos de botijas, todos los cuales "él bía prisenciado con estos ojos". Cuando se fue, se fue sin darse cuenta de que, de lo dicho, dejaba las cáscaras.

Como en esos días se murió la Petrona Pulunto, José levantó la boca y la llevó caminando por la vecindad, sin resultados nutritivos. Comió majonchos robados, y se decidió a buscar botijas. Para ello, se puso a la cola de un arado y empujó. Tras la reja iban arando sus ojos. Y así fue como José Pashaca llegó a ser el indio más holgazán y a la vez el más laborioso de todos los del lugar. Trabajaba sin trabajar --por lo menos sin darse cuenta-- y trabajaba tanto, que a las horas coloradas le hallaban siempre sudoroso, con la mano en la mancera y los ojos en el surco.

Piojo de las lomas, caspeaba ávido la tierra negra, siempre mirando al suelo con tanta atención, que parecía como si entre los borbollos de tierra hubiera ido dejando sembrada el alma. Pa que nacieran perezas; porque eso sí, Pashaca se sabía el indio más sin oficio del valle. Él no trabajaba. Él buscaba las botijas llenas de bambas doradas, que hacen "¡plocosh!" cuando la reja las topa, y vomitan plata y oro, como el agua del charco cuando el sol comienza a ispiar detrás de lo del ductor Martínez, que son los llanos que topan el cielo.

Tan grande como él se hacía, así se hacía de grande su obsesión. La ambición más que el hambre, le había parado del cuerpo y lo había empujado a las laderas de los cerros; donde aró, aró, desde la gritería de los gallos que se tragan las estrellas, hasta la hora en que el güas ronco y lúgubre, parado en los ganchos de la ceiba, puya el silencio con sus gritos destemplados.

Pashaca se peleaba las lomas. El patrón, que se asombraba del milagro que hiciera de José el más laborioso colono, dábale con gusto y sin medida luengas tierras, que el indio soñador de tesoros rascaba con el ojo presto a dar aviso en el corazón, para que este cayera sobre la botija como un trapo de amor y ocultamiento. Y Pashaca sembraba, por fuerza, porque el patrón exigía los censos. Por fuerza también tenía Pashaca que cosechar, y por fuerza que cobrar el grano abundante de su cosecha, cuyo producto iba guardando despreocupadamente en un hoyo del rancho por siacaso.

Ninguno de los colonos se sentía con hígado suficiente para llevar a cabo una labor como la de José. "Es el hombre de Jierro", decían; "ende que le entró a saber qué, se propuso hacer pisto. Ya tendrá una buena huaca...".

Pero José Pashaca no se daba cuenta de qué, en realidad, tenía huaca. Lo que él buscaba sin desmayo era una botija, y siendo como se decía que las enterraban en las aradas, allí por fuerza la incontraría tarde o temprano.

Se había hecho no sólo trabajador, al ver de los vecinos, sino hasta generoso. En cuanto tenía un día de no poder arar, por no tener tierra cedida, les ayudaba a los otros, les mandaba descansar y se quedaba arando por ellos.

Y lo hacía bien: los surcos de su reja iban siempre pegaditos, chachadas y projundos, que daban gusto.

-¡Onde te metés babosada! --Pensaba el indio sin darse por vencido--: Y tei de topar, aunque no querrás, así mihaya de tronchar en los surcos.

Y así fue; no del encuentro, sino lo de la tronchada.

Un día, a la hora en que se verdeya el cielo y en que los ríos se hacen rayas blancas en los llanos, José Pashaca se dió cuenta de que ya no había botijas. Se lo avisó un desmayo con calenturas; se dobló en la mancera; los bueyes se fueron parando, como si la reja se hubiera enredado en el raizal de la sombra. Los hallazgos negros, contra el cielo claro, voltiando a ver el indio embruecado y resollando el viento oscuro.

José Pashaca se puso malo. No quiso que naide lo cuidara. "Dende que bía finado la Petrona, vivía íngrimo en su rancho".

Una noche, haciendo juerzas de tripa, salió sigiloso llevando, en un cántaro viejo, su huaca. Se agachaba detrás de los matochos cuando óiba ruidos, y así se estuvo haciendo un hoyo con la cuma. se quejaba a ratos, rendido, pero luego seguía con bríos su tarea. Metió en el hoyo el cántaro, lo tapó, bien tapado, borró todo rastro de tierra removida y alzando sus brazos de bejuco hacia las estrellas, dejó liadas en un suspiro estas palabras:

-¡Vaya; pa que no se diga que ya nuai botijas en las aradas!...

http://www.cuscatla.com/salarrue.htm

Del que no se casa

Roberto Arlt
(Argentina)

Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Y ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?

Yo hace años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse", o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.

Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.

A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo no nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.

Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:

—Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos querido? Mi suegra, en cambio:

—Usted no tiene razón de protestar; de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.

Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa: se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.

Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto...! ¡ciento cincuenta pesos!

Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes que con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.

Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más y pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.

Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se larga cuando el damnificado se encuentra ausente.

Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana entre que se moría y que no se moría; luego decidió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: «Le llevaré flores». Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.

Llegó el otro aumento. Es decir. el aumento de setenta y cinco pesos.

Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:

—Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.

Y cuando le iba a contestar estalló la revolución. Casarse bajo un regimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O, cuando menos, que se tienen alteradas las facultades mentales.

Yo no me caso. Hoy se 1o he dicho:

—No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido, que toda: las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

http://www.elcastellano.org/ns/edicion/2008/abril/arlt.html

Tío Chinto

Jacobo Pimentel Sarmiento
(México)

--Miren; allá viene Tío Chinto. ¡Pobre viejito, como se compuso! La última vez que lo vide creí que se iba a morí. Me contó tía Victoriana que ya no se meniaba solo. Pero Dios es tan grande que se levantó.

--Tal vez no es él. Será alguno que se parece mucho.

--No. Míralo. Tiene su pañuelito colorado en la cabeza, su calzón de cuero amarío y su machetío tunco, como cuando lo encontrábamos en otros tiempos al pobre viejito. Ya vas a ver que al bajar esta bajadita y subir la subidita nos encontramos con Tío Chinto.

--¿Que tal tío Chinto? ¿Cómo le va? ¿Ya se compuso ´sté?

--Preciso, tata.

--¿Y cómo quedó la familia? Nosotros vamos a pasar a su casa, ¿no se le ofrece algo?

--No. Sólo que saluden a mi mujer. Dende hace tiempo no la miro. ¡Pobre! Y debe ´sta muy afligida.

--Pero Tío Chinto ¿Por qué no nos vamos al pueblo? ¿O es que ´sta ´sté peliando con ella?

--No. Es que tengo prohibido ir a mi casa. Tal vez no saben ustedes que yo soy encantado.

--¿Qué?...

--Lo que oíste, hijo; y no te espantés. Vieras que por más que trabajaba yo no aumentaba mi capital. Desesperado llamé al diablo, allá junto a la Sima. Al ratito vino nomás el fregado en forma de un toro prieto y relumbroso. Echaba lumbre por los ojos, por la boca y la nariz. Sin miedo le dije que quería yo ser rico y que me ayudara a cambio de mi alma.

"Hicimos un trato y por toda señal me dio sólo un manojito de pelo negro. Desconsolado vi que el buey se hizo humo. Pero no lo creerás, dende entonces mis animales aumentaron como la gusanera en la matadura de los caballos. Llegó el día que ni sabía yo cuántas cabezas de ganado tenía. Me volví rico de la nochi a la mañana, sin trabajá tanto, como sólo la ayuda del diablo.

"¡Ay, hijos! Muchas veces es mejor ser pobre que rico con el alma comprometida. El trato estaba hecho y había que cumplirlo, y no había más que esperar el  menor descuido. Ansina andaban las cosas cuando un macho me dio una patada en la espinía; caí al suelo y el maldito animal me revolcó hasta cansarse. Cuando me volvió el alma al cuerpo estaba yo acostado en mi petate sin poder meniarme. Dende entonces quedé tuído. Ansina me encontraste, aquella vez que regresabas de Tusta y que me traías un par de espuelas pá que yo montara mi retinto. ¡Qué lástima me tuvistes! Casi llorastes al entregarme el regalito.

"Dende entonces cuantos viajes hacías al pueblo ibas a mi casa y me veías sentado en mi banquito junto a la puerta de mi casa. Ni te imaginabas que Tío Chinto ´staba ansina por encantado.

"Mi mal se fue haciendo pior hasta que ya no me pude meniar solo. Ansina pasaron los días hasta que me prohibió mi amo hablar con mi familia. Me dijo que dende ese dia mi alma se la llevaría junto con todo lo que me había dado porque mi familia no tenía derecho a gozar lo mío. Por eso ves que todos mis animales se ´stán perdiendo y que la viejita muy luego va a quedar tan pobre como cualquiera de las gentes que viven en el pueblo".

--¡Pero Tata Chinto!... ¡Pero Tata Chinto!... ¿No es que se volvió ´sté loco? Deje ´sté esas cosas y vamos al pueblo a ver a la familia.

--Ya te dije que no puedo porque me lo prohibió mi amo.

"Ahora voy hacé un mandado de él. Voy a dejá una carta aquí nomas al cerro de la Avispa". Y al decir esto señaló una cumbre a donde no podía llegar él con los años que tenía encima.

El patrón y sus arrieros se miraron incrédulos, pero entonces el viejecito, para convencerlos, se levantó la falda de la camisa, diciendo: “para que no crean que los engaño miren…”

Horrorizados retrocedieron porque vieron que en lugar de cinturón tenía una inmensa víbora de cascabel que abrió desmesuradamente las mandíbulas como queriendo tragarse a los jinetes.

Llenos de miedo salieron huyendo dejando abandonado a Tío Chinto a medio llano, con su pañuelito colorado en la cabeza, flotando como una mano que se despide para no volver jamás. Cuando voltearon la cara para verlo, todavía les hacía señas con el sombrero.

Cuentan que cuando llegaron al pueblo, en la casa de Tío Chinto estaban celebrando el remato de la novena. ¡Nueve días hacia que el viejecito había muerto y en cuerpo y alma andaba flotando por el mundo, por la divina voluntad del diablo!

http://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:wJ0bpFqH_xAJ:https://secundariatecnica107.wikispaces.com/file/view/LECTURAS.docx+&cd=9&hl=es-419&ct=clnk&client=firefox-a

jueves, 28 de abril de 2011

La guerra, vista desde la infancia


A los niños que mal viven en las colonias pobres de Monterrey, sobre todo ahí donde campea el poder del narco, el futuro no les depara otra suerte que crecer en un entorno de violencia desquiciante. En asentamientos como la colonia Independencia la palabra “porvenir” es sinónimo de sufrimiento, de sueños destruidos, de terror y muerte... Incubados en esta atmósfera donde los narcos son modelos a seguir, los menores de edad tienen muy pocas posibilidades de desarrollarse de manera medianamente sana. El reto para la comunidad y para organizaciones como Save the Children es titánico: hacerles la vida más manejable en medio del infierno.


Santiago Igartúa



MONTERREY, NL., 26 de abril (Proceso).- “Había una vez un sicario…”. Es el inicio de un cuento escrito por Jaime, alumno de tercer año en una primaria encallada en las faldas del cerro Loma Larga, en el centro de esta ciudad.

La suya podría ser cualquier escuela de la colonia Independencia, tomada la región por el crimen organizado, como tantas más.

Contaminado con el miedo, asfixia la tensión en el aire. La histeria es colectiva. Cada vez son menos los niños que asisten a sus escuelas por el riesgo de salir a las calles de su barrio, donde las balaceras son moneda de cambio.

Los que ahí viven dicen que es territorio zeta. En la cima del cerro no hay “Dios” ni “reglas”. Ahí, donde prenden fuego a los perros vivos, corre la violencia como epidemia. La policía “difícilmente” entra. Los militares hacen rondines de vez en vez sobre “rinocerontes” y la Marina vigila por aire, en helicópteros de guerra.

Bajo ese clima, conviviendo con la muerte, con la violencia, con Los Zetas, los niños respiran, aspiran, se inspiran. Generaciones que van creciendo y que se forman en un entorno violento.

Insuficientes los esfuerzos de la comunidad por proteger a sus niños, algunas escuelas públicas dieron entrada a programas que la organización humanitaria Save the Children ha impulsado en zonas de conflicto para manejar la violencia y salvaguardar de ella a los menores.

Quebrantada su infancia para algunos, a su corta edad necesitan un remanso de paz, cuentan los promotores de los talleres, que en su tarea han visto la muerte a los ojos.

“A nosotros, los niños nos tienen confianza porque somos la única institución que no se ha ido”, dicen los promotores, profesionales que permanecerán en el anonimato. “¿Ya se les quitó el miedo por la balacera?”, les preguntaron la única ocasión que suspendieron sus talleres desde hace tres años.

Durante los cursos, los pequeños están tranquilos, contentos. Sonrisas pasajeras, dicen los promotores. Conmovedora la imagen, los niños le roban una carcajada a la tristeza. “Afuera –en la calle–, son otros. Hablan y pelean como grandes”.

Los talleres se imparten semanalmente con distintos temas: ecología, derechos humanos, adicciones, vocación profesional. La violencia aparece siempre. Sea o no el tema en turno, ahí aparecen las armas.

Los activistas han tenido que sortear la adversidad. Si el director de una escuela toca la alarma, es porque alguna madre los ha alertado que asoma el viento que rasga. Todos corren a sus salones. Los niños comen el almuerzo debajo de sus pupitres. Prohibido levantarse, cuentan chistes y trabalenguas hasta que la balacera cesa. Contraste absoluto entre las carcajadas con el rugir del plomo en las calles, en el momento no se habla del tema.


Historias que cimbran

“Quiero ser policía para matar a mi papá”, se escucha desde el fondo del salón. Aguda la voz, se estremecen la piel y el alma. La pregunta es inevitable y la respuesta del niño, clara, implacable: “Porque es zeta”. Los ojos se le llenaron de fuego.

Las historias de los niños, que van de los siete a los 11 años, golpean de tanta sangre, tanta muerte, tanta ofensa. Llega una detrás de la otra, como olas que rompen en las piedras. Las cuentan en primera persona. Ellos las sufrieron.

En una actividad del taller sobre violencia, un niño escribe líneas que lo perturbaban. Llora cada letra. “Es que extraño mucho a mi tío, profe”. El texto, desgarrador, reza: “Un día yo estaba comiendo y de repente escuché muchos balazos. Cuando me asomé vi muchos hombres que tenían pistolas. Me di cuenta de que uno era mi tío, y me escondí. Cuando salimos le habían dado con una escopeta en el estómago y un tiro de gracia. Después llegó un helicóptero de la Marina y todos los Zetas corrieron”.

Los niños describen a los criminales con los que conviven como hombres que secuestran, extorsionan, cortan cabezas, desmembran, violan y venden droga. “Matan a los de su mismo equipo (cártel). Ya no tienen sentimientos. Se les hace el corazón de fierro”. Ganan mucho dinero y están “cerca”, por “todas partes”.

“Un sábado entró un balazo por mi ventana”. La anécdota la carga en la espalda una niña de 10 años. Cuenta que esa noche Los Zetas se llevaron a su primo y lo mataron. Después, simplemente lo tiraron. “Para que mi hermano y mis otros primos no les hicieran nada se llevaron también a mi cuñada y a mi prima. Las tenían amenazadas, decían que las iban a matar. Mi hermano se quería volver loco. Ya tenían pistolas y todo para ir por ellas si no se las regresaban”. Pasadas horas, que parecieron días, las soltaron.

Un pequeño en particular no deja de llamar la atención de todos. Interrumpe constantemente el ejercicio. Esconde su fragilidad detrás de una sonrisa congelada. Abraza a cada joven que cruza por su camino. Aun al reportero. La intriga sólo se esclarece al saber que, en noviembre pasado, a su hermano mayor lo levantaron. Lo está “busque y busque”, sin encontrarlo.

Carlitos, como lo llaman a sus ocho años, sueña con comida, porque duerme en la cocina. Ahí comparte una litera con su hermano mayor y con su abuelo. En la única habitación de la casa duermen sus tíos y sus primos. Hace unos meses que sus padres no están más. Sus ojos vidriosos cuentan que desaparecieron.

Las palabras, cuando lastiman, tiemblan en la voz. Llega el turno de Fanny. Pausada, cuenta: “Una vez, un tío mío era de esos de los zetas y llegó la policía y se lo llevaron. Cuando iba saliendo de la jefatura, llegaron unas camionetas, lo levantaron y al otro día apareció muerto”. Según la pequeña, murió porque quería apartarse de la vida criminal y sus tormentos. Ellos, los criminales, cuenta quien lo extraña, no lo permitieron.


La camioneta blanca

En las descripciones de los alumnos, una camioneta pick up blanca es motivo recurrente de temor.

Atrapado en medio de una balacera, Marcos se tiró al suelo y se hizo el muerto para que no lo mataran. Estaba en la tienda cuando vio venir la camioneta blanca que, dicen, es de Los Zetas. Sentía terror. “Llegaron tire y tire balazos contra la casa de al lado. Cuando se bajaron alcancé a ver la pistola que tenía el que pasaba junto a mí. Tenían chalecos antibalas y uno era de la policía”, relata el alumno de cuarto año.

El suyo no es el único relato que incluye el vehículo que circula para infundir el miedo en la comunidad. Desde el vehículo intimidan, persiguen, denigran, levantan, disparan. Los relatos, coinciden todos, describen a los tripulantes cargando armas largas y granadas.

“Y si corres te agarran”, platica José, a quien intentaron secuestrar un día de febrero, este mismo año. Caminaba solo, a media tarde. “No había nadie. Atrás iba el señor de la camioneta con una pistola apuntándome. Me eché a correr y me perseguía. Cuando ya había gente llegó una señora que me vio. Pasó la camioneta al lado y el bato se rió”. Hoy José lleva una piedra en la mochila para defenderse.

Le cambia el semblante a Karen al escuchar esas historias. Levanta su mano mínima. “A mi papá lo quería levantar una camioneta blanca porque fue a la tienda. Él no ha hecho nada. Estaba en la ferretería de la casa, iba por unos cacahuates. Lo venían siguiendo. Un señor gritó ‘¡ahí está la camioneta!’, se regresó de la tienda y tiró en una hielera el radio con el que se comunica con sus socios; ‘no se los puedo dar –decía– porque me agarran y entonces qué hago con mi familia’”, relata Karen. Al día siguiente tres hombres pasaron por su casa a preguntarle a su padre para quién trabajaba. Uno empuñaba un cuchillo, otro un picahielo y el tercero apuntaba con pistola en mano. “Le dijeron a mi papá: ‘cuídate morrillo, no te vayas a equivocar’”.

Al hermano de María lo levantaron en esa misma camioneta. No le gusta hablar al respecto.


Es algo “aspiracional”…

Inmersos en la cultura del terror, hay niños que sueñan con ser zetas. Entre ellos viven y de ellos aprenden. “Se adaptan”, dice un vecino de la colonia Independencia a este reportero. Es algo “aspiracional”.

Durante su taller, un pequeño dice ser halcón, un vigilante al servicio de la organización zeta que alquila sus ojos por 50 pesos diarios. Tiene nueve años. Platica sin desparpajo: “Estás con los mira lejos (radios). Tienes que estar mirando que no vengan los federales o que no venga el ejército. Y si llegan a haber redadas, yo inmediatamente voy con ‘el pelón’”. Seductores el dinero y el poder, el alboroto fue inmediato entre sus compañeros, que no titubearon en cuestionarle. “Yo también quiero trabajar con ellos”, calaba el eco profundo.

Todos conocen los apodos de los supuestos miembros del cártel. Los identifican con la naturalidad que sólo da la cercanía: “Se lo juro, ellos son zetas. Los traen en camionetas para vender droga”, dicen los alumnos, señalando a lo lejos a un grupo de jóvenes que difícilmente alcanzan los 20 años.

Son especialistas en armas. Diferencian con facilidad un AK-47 de un R-15, y más. Indiferente ante la violencia, un grupo comenta la balacera de una tarde anterior. Riendo, apuntan a un niño y le disparan: “éste se andaba quedando sin papá porque los soldados andaban detrás de él”. El señalado voltea y confirma: “Ah, sí es cierto”. Sigue dibujando.

Desde pequeños saben que la autoridad, en su tierra, no funciona. Algunos piensan que los soldados son “malos”. Desconfían de la policía. Cuando hay operativos, al paso del helicóptero de la Marina, los niños se esconden. Presas del miedo, se desgañitan: “¡Ahí vienen los guachos (soldados)!”.

Un niño dice que él quiere ser policía, como lo es su padre. Los compañeros lo critican, le dicen que está en un error, porque los policías “ayudan a los zetas o ayudan a los del cártel del Golfo. Si no les das dinero, te agarran a golpes y luego te quitan el dinero”. Como amuleto, carga una bala de cuerno de chivo.

Dibuja un coche con una gran “Z” en el costado y dos ametralladoras adelante. Está frente a un tanque del ejército con cañón arriba y un arsenal por debajo, cada arma distinta a la otra. Los conductores, idénticos los rostros, se miran con rabia. “Los dibujo feos porque me caen gordos. Tiran balazos a cada rato”, dice el autor, quien no alcanza a tocar con los pies el suelo, sentado en su pupitre. “No violencia, sí libertad”, es el título con el que firma la obra.

La pintura, dicen los promotores del taller, refleja los sueños de los infantes.

En un pedazo de papel reciclado, comienza los trazos de una historia alrededor de un cuerpo ensangrentado. Julio dibuja dos hombres debatiéndose en fuego cruzado. El primero cae formando un charco rojo a su lado. El segundo se ufana. Aparece en la escena una ambulancia de la Cruz Roja, perseguida por un auto desde el cual también le disparan. Los paramédicos, en la parte baja del retrato, ya están levantando el cuerpo. Van rumbo a un hospital que comienza a dibujarse al extremo opuesto del papel anaranjado. “Así estaremos libres”, escribe el dibujante. Sólo la sangre y la camilla escapan al blanco y negro. “Eso dibujo siempre”, comenta. Y lo dibuja muy seguido. Se le ocurre porque sí. Cuando termina, nombra a los personajes. El muerto, esta vez, se llama Alberto. Como su primo “Beto”.

En cada dibujo van recuerdos, frustraciones, miedos. “Están agarrando niños chiquitos, allá arriba, donde vivo”, cuenta un pequeño al reportero. Pinta dos hombres a colores, uno dobla la estatura del otro. El mayor apunta con una pistola en la mano; el otro alza los brazos. Con subtítulos, narra el encuentro. “Vas a sufrir”, salen las palabras de la boca del agresor. El pequeño exclama: “no me mates”. Pero es muy tarde. Con rojo, ya tiene tachado el corazón.

En contraste, cuatro niñas toman una cartulina para hacer un dibujo por la paz. Cuando imaginan un lugar en el que estarían tranquilas, imaginan bosques, mares, cielos lejanos a los de casa. Un lugar donde escapar en su cabeza. Ellas eligen crear un paisaje de sol imperioso, un río con peces fluorescentes y personas rosas y grises. Cada niña tiene su nube. Hay una azul, dos blancas y una roja.

Entrecortada su voz de madre, Cristina lamenta que no todos tengan acceso a programas de “rescate”, como llama a los que imparte Save the Children. Le duele la certidumbre del futuro. A muchos de los niños que hoy ve con ternura, mañana los verá con desconfianza. Tal vez con terror.

“Desgraciadamente sabemos que no todos van a salvarse. Todo su entorno gira entre armas, crímenes, negocios sucios. Te das cuenta que, saliendo de la primaria, muy probablemente van a seguir por ese mundo. Porque para ellos, en su cabeza, es una manera de sobrevivir allá arriba (en el cerro).”

La mayoría cree que terminar con tanta violencia se logra con más violencia. Son muchos los que piensan que debería matarse a todos los zetas y a los “malos” soldados. Otros más esperan que “alguien” llegue a salvarlos.

Su hijo Pedro, al límite de la inocencia, termina con su voz de niño: “Si hubiera más escuelas de música que tienditas con droga en las esquinas, habría más guitarras que metralletas, más artistas que asesinos”. l

Obtenido el 28 de abril de 2011 del portal de la revista Proceso.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Caso Aristegui y otras agresiones a la libertad de expresión


Posted on: 11/02/2011

Alfredo Acedo



El 6 de febrero, la periodista Carmen Aristegui fue despedida abruptamente de su trabajo como conductora del noticiero matutino de MVS noticias. La empresa la acusó de “trasgredir el código de ética de la empresa” dos días después de que ella dio a conocer un reportaje sobre una protesta de diputados de la oposición que hacía referencia al supuesto alcoholismo del presidente Felipe Calderón. Ella sugirió la necesidad de contar con una respuesta formal del gobierno. En sudeclaración oficial, Aristegui se negó a ofrecer disculpas y denunció presión indebida desde la presidencia “incompatible con un régimen democrático y un estado de derecho.” El incidente ha suscitado un gran debate nacional sobre la libertad de expresión y la injerencia política. Ed.


Lejos de ser un hecho aislado, el despido de Carmen Aristegui de MVS ha ocurrido en un contexto de presiones hacia el periodismo independiente, asesinatos de periodistas, represión contra medios comunitarios y violaciones de garantías de los comunicadores.

La periodista misma fue víctima de la censura hace dos años cuando su voz crítica resultó incómoda para Televisa y el consorcio Prisa, ambas empresas en trance de acercamiento y acuerdo con la administración de Felipe Calderón. Aristegui conducía el programa Hoy por hoy, en W Radio, en manos de la televisora y el grupo editorial español. La radio decidió no renovar su contrato.

Vale la pena hacer un recuento rápido de hechos sobresalientes en el marco de la relación perversa de los poderes mediático y político que la alternancia ha mantenido sin tocar.


El acoso a Proceso

A principios de agosto del año pasado, la Secretaría de Seguridad Pública divulgó la captura de integrantes del cártel de La Familia michoacana, y exhibió junto con el armamento, dinero y otros objetos incautados, varios ejemplares del semanario Proceso cuyas portadas registraban la guerra de Calderón contra el narcotráfico. Para los directivos de la revista quedó clara la intención gubernamental de ligar su actividad periodística con el crimen organizado.

En diciembre, la revista informó ser el blanco de una campaña difamatoria iniciada nueve días después de que el semanario dio a conocer declaraciones del presunto narcotraficante Sergio Villarreal, El Grande, según las cuales éste coincidió con Felipe Calderón en una fiesta familiar de un diputado panista.

A través del noticiero que conduce Joaquín López Dóriga, Televisa acusó a Proceso y al reportero Ricardo Ravelo —citando un supuesto testimonio de Villarreal— de haber recibido dinero del narcotráfico a cambio de no mencionar a El Grande en sus reportajes. Proceso rechazó las imputaciones y denunció que era una campaña armada por Felipe Calderón y Televisa.

Hubo un dato discordante en el montaje televisivo: el supuesto testimonio de El Grande que acusa a Proceso fue rendido el 4 de noviembre. Sin embargo, El Grande aparece en una portada publicada 17 días después.

Proceso no bajó la guardia y difundió el adelanto del libro Los señores del narco, de la periodista Anabel Hernández, en el que revela la decisión del calderonismo de establecer contacto directo con Joaquín El Chapo Guzmán Loera.

La andanada de Televisa contra Proceso ocurrió tras la publicación de las notas periodísticas referidas a Calderón, y después de un largo boicot publicitario del gobierno federal contra el semanario.

El 27 de abril de 2009 Proceso presentó una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos contra el gobierno federal por la asignación discriminatoria de publicidad oficial.

En un sistema democrático de derecho la publicidad con recursos fiscales debe estar sujeta a políticas de estado, y la subvención a ciertos medios que contribuyen a consolidar la democracia puede ser una prioridad. En México la publicidad oficial es herramienta de presión al periodismo crítico y recurso para premiar a los medios afines al gobierno, además de ser una enorme y discrecional transferencia de fondos públicos a manos privadas. Así fue durante los largos años del priismo y tras su llegada al poder ejecutivo federal el panismo no cambió el engranaje, más bien lo mantuvo para su beneficio.

Para Proceso, la revista de mayor circulación en su género, este no es un problema de dinero sino la necesidad de establecer reglas claras en la relación de la prensa y el poder político. Debe haber una ley que reglamente la publicidad oficial en los tres niveles de gobierno pues estados y municipios se manejan con la misma arbitrariedad.

Cabe mencionar que apelando al derecho a saber el resultado real de la elección presidencial de 2006, considerada fraudulenta por millones de mexicanos, Proceso entabló una demanda en una corte internacional, por lo cual las boletas electorales no han podido ser destruidas, en espera del fallo definitivo que pudiera dar pie a un recuento que esclarezca el cómputo.


Boicot publicitario a Monitor

El 29 de junio de 2007, miles de radioescuchas se enteraron atónitos que Radio Monitor realizaba su última emisión, después de 33 años de transmisión ininterrumpida. José Gutiérrez Vivó, director general de Grupo Monitor, denunció en ese último programa el estado de insolvencia financiera causado por el retiro de la publicidad oficial desde el sexenio de Vicente Fox, práctica continuada por Felipe Calderón.

El golpe contra la empresa de Gutiérrez Vivó fue dado por el abuso con que el gobierno maneja los fondos para publicidad oficial que por tratarse de dinero público deberían aplicarse con transparencia y bajo criterios sensibles al impacto y la naturaleza de cada medio.

La práctica autoritaria de los gobiernos panistas en este ámbito no marca diferencias de fondo con los modos indefendibles con que el régimen de partido de estado aplastó al diario Excélsior durante el echeverriato y José López Portillo justificó su boicot publicitario contra Proceso con una frase que compendia la concepción patrimonial del poder todavía vigente: “(no) te pago para que me pegues”.


Agresión a Contralínea

El 10 de abril del año pasado fueron allanadas las instalaciones de la revista Contralínea. Los agresores saquearon los archivos periodísticos, administrativos y contables y se llevaron equipo de cómputo y diversos objetos de valor, así como actas constitutivas de la empresa que edita la revista. Es la cuarta irrupción padecida por este medio informativo en lo que va del sexenio de Calderón.

Tales hechos se suman al hostigamiento que el personal de Contralínea ha soportado desde 2007, derivado de su ejercicio periodístico. La persecución incluye amenazas de muerte de corporativos contratistas del gobierno, demandas civiles y penales, embargo publicitario, el arresto del director, Miguel Badillo, y una orden de aprehensión contra la reportera Ana Lilia Pérez.

La revista ha publicado casos de corrupción gubernamental y empresarial, delitos de cuello blanco, asuntos de seguridad nacional, narcotráfico y lavado de dinero, así como conflictos sociales, pobreza extrema y despojo a pueblos indios, entre otros.

El 14 de septiembre de 2009 la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) emitió la recomendación 57/2009, en la cual acreditó como formas de censura la judicialización de la libertad de expresión y el embargo publicitario, y determinó que los poderes federales ejecutivo y judicial violaron los derechos humanos de los reporteros de la publicación.


Represión a radios comunitarias

De acuerdo con la Asociación Mundial de Radios Comunitarias, en este sexenio han sido saqueadas y cerradas violentamente cerca de 80 estaciones de radio comunitarias en México, lo cual configura una política represiva que inhibe el ejercicio de la libertad de expresión y atenta contra la preservación de la cultura de pueblos y comunidades.

Los procesos penales contra operadores de estos medios son otra muestra de la persecución del gobierno panista contra emisoras de servicio social. La utilización de la vía penal contra comunicadores que han mostrado su vocación de servicio y su voluntad de operar legalmente, en vez de que el gobierno use los conductos administrativos que dispone la Ley Federal de Radio y Televisión, es un grave retroceso en materia de derechos humanos.

Por lo visto, al sistema le dan pavor las voces de la gente que desde la precariedad financiera y tecnológica dicen su palabra frente a los pulpos mediáticos que arrasan culturalmente, enajenan y acumulan riqueza.


Derechos y libertades en peligro

Según la revista Zócalo, en lo que va de la administración de Calderón, se han cometido 371 agravios a periodistas y 21 asesinatos de informadores, que se suman a las 208 agresiones y 31 muertes de periodistas durante el foxismo.

La CNDH informó haber recibido el año pasado 80 quejas por presuntas violaciones a las garantías de los comunicadores. Las agresiones a los periodistas vulneran el estado de derecho y niegan la libertad de expresión. También son prueba de la ineptitud de las autoridades en la prevención e investigación de los delitos.

Y la represión directa desde el poder político sobre los medios críticos e independientes cierra el círculo de impunidad en el que derechos humanos y libertades ciudadanas quedan sometidos a graves riesgos.

Por eso el caso Aristegui actualiza los temas del debate sobre derecho de la información y sobre la necesaria reforma legal para democratizar el acceso a los medios de comunicación.

¿Códigos de ética periodística o leyes de medios? En realidad se trata de un falso dilema. Ambos ordenamientos son necesarios. Las normas legales deben garantizar un mínimo de condiciones para que el derecho a la información y la libertad de expresión tengan existencia real. Los códigos deontológicos representan los máximos a los que puede aspirar el oficio de informar con responsabilidad social.

Por ello, los medios deben estar también en manos de informadores, de grupos sociales y comunitarios, no sólo de empresarios que buscan beneficios económicos, pasando por encima del derecho de la sociedad a saber y a expresarse.

Las concesiones para el uso del espacio radioeléctrico, propiedad de la nación, ¿deben seguir siendo decididas por el gobierno o por un ente representativo que garantice la pluralidad de la sociedad mexicana en los medios y no tenga la tentación de usarlas como instrumento de control?

Como señaló Aristegui, es imposible no recordar que MVS pretende ser la tercera red televisiva nacional y va por la renovación de sus concesiones, todo ello bajo un esquema de decisiones que depende hasta ahora del ejecutivo federal, en ausencia de una reforma que actualice el marco regulatorio de los medios.


Alfredo Acedo es director de comunicación social y asesor de la Unión Nacional de Organizaciones Regionales Campesinas Autónomas México.

Obtenido el 16 de febrero de 2011 de Americas Program.

Carmen y la libertad


Alejandro Encinas Rodríguez


15 de febrero de 2011

La rescisión del contrato de Carmen Aristegui con MVS Radio tras difundir la noticia sobre la manta que diputados del PT y PRD desplegaron en la Cámara de Diputados, aludiendo el presunto alcoholismo de Felipe Calderón, da cuenta, una vez más, de una política del Estado mexicano contra periodistas y medios de comunicación que incomodan por su ejercicio profesional al status calderonista.

La libertad de expresión es uno de los pilares fundamentales de la democracia. Es la libertad primaria sin la cual se colapsan las demás libertades. La libertad de expresión y de conciencia son derechos consagrados universalmente y el Estado debe garantizar su ejercicio.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye no ser molestado a causa de sus opiniones, el poder investigar y recibir informaciones y opiniones, y difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión. La Convención Americana sobre Derechos Humanos señala: "Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión. Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”, sin censura.

En los últimos años la actividad periodística ha sido objeto de ataques sistemáticos por actores disímbolos. Para Reporteros sin Frontera, “México se ha convertido en el país más peligroso del continente para los medios de comunicación. La actividad de los cárteles de la droga, sumada a la ineficacia y la corrupción de las autoridades, explican en gran parte este panorama”. De acuerdo con la Federación Internacional de Periodistas, México se considera uno de los países con mayor inseguridad para el periodismo en el mundo, sólo superado por Paquistán. Durante los últimos 10 años han sido asesinados 68 periodistas; de éstos, 55 ocurrieron durante este sexenio. En la 66 Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, Calderón afirmó que la principal amenaza a la libertad de expresión es el crimen organizado y que desde su gobierno no habrá ni ha habido "mordazas ni censura".

Sin embargo, los ataques a la libertad de expresión no se limitan a la violencia del crimen contra informadores, ya que existen otras acciones que igual o mayor daño infligen al sistema democrático: por ejemplo, la censura y la concentración de la asignación publicitaria oficial.

Por ello, el acto de censura en contra de Carmen Aristegui no es un hecho aislado, es parte de una política que se ha presentado desde el inicio de la actual administración cuando se cerró el programa Monitor Radio y Diario Monitor de José Gutiérrez Vivó, quien había difundido ampliamente la campaña de López Obrador. Al igual que la campaña para desprestigiar a la revista Proceso y desacreditar el reportaje que difunde que Calderón y el narcotraficante Sergio Villarreal, El Grande, convivieron en una fiesta, así como la resolución de un juez sentenciando por daño moral a la revista Contralínea.

Diversos medios enfrentan boicot publicitario, en particular medios críticos a las administraciones panistas: Forum, Proceso, Contralínea, El Sur de Acapulco y los diarios AM y Al Día de Guanajuato, excluidos de la publicidad oficial, con lo que se pretende propiciar su cierre, como sucedió con La Carpeta Púrpura.

La censura es el poder que ejerce el Estado para prohibir la difusión pública de información que postule una opinión contraria al orden establecido. Por ello, la esencia de todas las libertades es la libertad de expresión, ya que permite dar contenido a los derechos políticos de los ciudadanos. De ahí la importancia de brindar nuestra solidaridad a Carmen Aristegui y exigir reinstalar su invaluable espacio de libertad.

alejandro.encinas@congreso.gob.mx

Coordinador de los diputados federales del PRD


Obtenido el 16 de febrero de 2011 de El Universal.

miércoles, 12 de enero de 2011

Difícil y delicado, el problema de inseguridad en México: ONU


La disputa es por el control de territorios y no se sabe cuánto durará, sostiene Mazzitelli

Juan Antonio Zúñiga


Periódico La Jornada

Miércoles 12 de enero de 2011, p. 5


La percepción de inseguridad entre la población del país se acentuó en diciembre de 2010 respecto de la sensación de riesgo que tenía un año antes, reportó el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi).

En tanto, el representante regional de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Antonio Mazzitelli, calificó de "difícil y delicada" la situación que vive México, sobre todo cuando "el problema es un conflicto de control de territorios" y no se sabe cuánto tiempo durará el fenómeno.

"No se necesita ser de Naciones Unidas para ver a los muertos del crimen organizado, para darse cuenta de que el problema de la violencia en México es difícil y delicado; sólo basta ver los números sobre los muertos que genera" este tipo de delincuencia, dijo al participar en una conferencia de prensa en la que se anunció la creación del centro de excelencia para estadística de gobierno, victimización, percepción de seguridad pública y justicia, en la que participarán expertos de la ONU y del Inegi.


Miedo a caminar solo

En este contexto, el Inegi presentó los resultados de la Encuesta continua sobre percepción de la seguridad pública (Ecocep), la cual detectó que al finalizar el año pasado 60.71 por ciento de la población interrogada consideró que la seguridad pública del país empeoró respecto de la que se vivió en diciembre de 2009; 49.25 opinó que se sentía más inseguro que un año antes; 50.29 respondió que el estado de cosas se mantendrá igual que ahora dentro de 12 meses, y 41.32 por ciento de los entrevistados dijo que se sentía "mucho peor" que antes al caminar solo por el rumbo donde vive.

Con las respuestas de esta encuesta, aplicada a personas mayores de 18 años en 2 mil 336 viviendas de ciudades de los 32 estados del país, el Inegi ha elaborado el Índice de percepción sobre seguridad pública, cuya evolución se dará a conocer en forma mensual.

Según este indicador, elaborado con las respuestas a cinco preguntas formuladas en la encuesta, tres de su cinco componentes mostraron deterioro.

El que considera las respuestas sobre seguridad personal en la actualidad respecto de hace 12 meses, registró una caída de 2.6 por ciento en diciembre de 2010, debido a que casi la mitad de las personas que participaron en la encuesta respondieron que sintieron que era "peor", una tercera parte dijo que era "igual", 10 por ciento la sintió "mucho peor", 7.3 mejor y 0.45 por ciento de la población entrevistada afirmó que era "mucho mejor".

En el entorno nacional, el factor que responde a la percepción sobre "seguridad pública en el país, comparada con la que se tenía hace 12 meses", tuvo un deterioro anual de 5.9 por ciento al finalizar 2010. La caída es resultado de que en 60.71 por ciento de las respuestas se afirmó que la situación es "peor" que hace un año, 21.59 consideró que permanece "igual", 6.77 la percibió "mejor", 10.79 la siente "mucho peor" y 0.15 por ciento la consideró "mucho mejor".

El tercer componente de la encuesta, mediante el cual se detecta el ánimo sobre "seguridad pública en el país dentro de 12 meses respecto de la situación actual", la caída anual de 0.3 por ciento en diciembre de 2010 casi fue marginal, porque 39.63 por ciento de las personas entrevistadas consideró que la situación dentro de un año será la misma, 37.58 prevé que estará "peor", 16.68 cree que será "mejor", 5.88 opinó que será "mucho peor" y menos de uno por ciento (0.22) contestó que la seguridad pública en México estará "mucho mejor".

Dos de los cinco componentes de este índice mostraron mejoría en la percepción de los habitantes del país. El que responde a la interrogante sobre la "seguridad personal esperada dentro de 12 meses respecto de la actual", aumentó 2 por ciento en comparación con diciembre de 2009, ya que 50.29 por ciento de las respuestas marcó que sería "igual" y 16.65 consideró que será "mejor" aunque 28.43 por ciento dijo que su seguridad personal será "peor"; otro 3.99 la prevé "mucho peor" y el 0.42 por ciento restante la espera "mucho mejor".

También mejoró su posición, en forma marginal, el quinto componente del índice, el que pregunta "¿qué tan confiado (a) se siente usted de caminar solo (a) por el rumbo donde vive entre las cuatro y las siete de la tarde?" De las tres opciones de respuesta, 55.06 por ciento marcó "confiado", 41.32 señaló "nada confiado" y 3.61 por ciento indicó "muy confiado".


Obtenido el 12 de enero de 2011 de: http://www.jornada.unam.mx/2011/01/12/index.php?section=politica&article=005n1pol