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jueves, 3 de diciembre de 2009

La literatura, oficio donde siempre se comienza de cero: Restrepo


  • Presentaron en la FIL su novela más reciente, Demasiados héroes, publicada por Alfaguara
  • La militancia invisible y discreta de las madres en Argentina propició la caída de la dictadura, dice
  • Desde una perspectiva literaria, la escritora toca con su hijo el espinoso tema del padre


Ericka Montaño Garfias

Enviada

Periódico La Jornada

Jueves 3 de diciembre de 2009, p. 3


Guadalajara, Jal., 2 de diciembre. La literatura es un oficio en el que siempre se empieza de cero, sostiene la escritora colombiana Laura Restrepo, quien partió de ese cero para su nueva novela Demasiados héroes, con la que da un giro a su obra para decantarse hacia un texto más íntimo con fuerte carga autobiográfica, aunque sea ficción.


Demasiados héroes (Alfaguara), presentada este miércoles en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, narra la historia de Lorenza, quien en su juventud fue militante contra la dictadura Argentina, y Mateo, su hijo, quien quizá comprende esa parte de la historia de su madre pero no el abandono de su padre, uno de los dirigentes del grupo al que pertenecía Lorenza.


Al investigar el pasado, Mateo busca su identidad y romper con el silencio de la madre.


Los tiempos de hablar sólo de amor o sólo de política pasaron. En América Latina hubo como una andanada de novelas políticas, y me cuento entre quienes las hicimos, en las que de alguna manera la política pasaba sola, independientemente de la gente que la encarnaba, expresa Laura Restrepo en entrevista.


“Yo quería hablar de ese periodo en la dictadura que fue una cosa que viví, que conocí, pero quería contarla a través de las personas que lo vivieron, y creo que eso obligaba un poco a romper ese esquema de la izquierda.


“Por eso el título, Demasiados héroes, porque esta novela no se puede contar con héroes sino con seres de carne y hueso, llenos de contradicciones, de problemas, inclusive de conductas a veces absolutamente detestables.”



Resistencia clandestina pacífica


Mucho se ha contado sobre la dictadura en Argentina, añade Laura Restrepo, “pero yo tenía una experiencia que me parecía más inédita: la resistencia clandestina, pero no armada. Las armas son muy ruidosas y entonces te montas en esa epopeya de guerreros que combaten y salta sangre y hay tortura, y en esa literatura se perdían todas las medias tintas.


“Quería hablar de esa militancia invisible, discreta, humilde, que creo que en Argentina fue la que hizo que la dictadura cayera. Era la gente del montón, encabezadas por un arma más, que fueron las Madres de Plaza de Mayo.


“Por eso si bien Demasiados héroes es la historia de una madre y un hijo, también es una historia profundamente política porque quienes de verdad estuvieron a la vanguardia a la hora de desacreditar a la dictadura y de tumbarla cuando parecía inamovible, fueron las madres, y el problema de las madres era que les quitaban a sus hijos.”


En esta nueva novela, en chiquito, en individual, se repite la historia, con la paradoja de que quien le quita a Lorenza a su hijo no son los dictadores sino su compañero, el padre de su hijo. Me interesaba presentarlo en Argentina, porque sentía cierta inquietud por cómo lo iban a tomar mis compañeros de militancia.


Es con los personajes que Laura Restrepo trata de acercar a dos generaciones y, al mismo tiempo, zanja una deuda pendiente consigo misma y con su historia: lo que ocurre en la novela lo vivió la autora y a través de Demasiados héroes pudo hablar del tema con su hijo Pedro.



Interlocutor de privilegio


La historia real es como está contada, pero no estaba pensando en biografía ni en confesiones. Era un material literario como cualquier otro, pero que conocía de primera mano, indica Laura Restrepo.


Mi hijo Pedro estudia, terminó literatura y ahora cursa un doctorado; él fue mi interlocutor de privilegio para esta novela. Al escribirla se la iba mostrando y fue una manera de conversar con él de la forma en la que no habíamos podido hacerlo, porque el tema del padre era algo espinoso. Lo hablamos, pero a través de la literatura.


De alguna manera, agrega la narradora, fue un exorcismo y sirvió también para comenzar de nuevo, después de dos años de haber ganado el premio Alfaguara con Delirio, en 1994, cuando ya los reflectores no estaban sobre ella.


“Después de un primer desconcierto viene la alegría de recuperar intimidad y soledad, silencio, como que otra vez las cosas están silenciosas, el teléfono no suena, y pensé: bueno, aquí hay dos opciones, o trato de recuperar lo perdido y escribo Delirio dos, que sería una tontería, o hago una novela silenciosa, que a mí me interesa porque me implica saldar cuentas pendientes con una historia política que quiero contar, con una historia personal que conozco muy bien. Establecer un diálogo con mi hijo, y en el terreno literario también hacer un ejercicio que en particular me cuesta mucho y que creo que en la literatura latinoamericana no es el fuerte, que consiste en hablar de la intimidad.


En América Latina los escritores “hablamos de lo que ocurre afuera; tenemos gran tradición de narradores del mundo exterior, pero lo interior lo dejamos o lo asume la poesía lírica o se la dejamos a la telenovela, como si fuera algo vergonzoso, inconfesable, mientras literaturas como la anglosajona se alimentan de la intimidad, la convierten en la literatura, en gran literatura.


Por eso me costó tantos años escribirla, porque no encontraba el lenguaje, el tono; me costaba un trabajo infinito, siendo que de todas las historias que he contado es la única que yo conocía desde adentro.


Obtenido el 3 de diciembre de 2009 de: http://www.jornada.unam.mx/2009/12/03/index.php?section=cultura&article=a03n1cul

martes, 26 de mayo de 2009

Sin tregua




UNA ENTREVISTA DE MARIA ESTHER GILIO A BENEDETTI










Por María Esther Gilio


Me gustaría que empezaras por recordar tu vida en el momento en que escribiste La tregua. ¿Por qué esa historia difícil de imaginar en un escritor joven? ¿Qué edad tenías cuando la escribiste?

–No tan joven. Ya estaba casado. Tendría 25.

Hoy estarías saliendo de la adolescencia. ¿Cómo fue, entonces, que se te ocurrió esa historia?

–Yo trabajaba en las oficinas de Piria, donde estuve 15 años. Entré como pinche y llegué a gerente. En una época tenía tres empleos, y Luz también trabajaba. Claro que entonces uno podía conseguir los tres empleos. En un momento, siendo yo oficial de contaduría, mi jefe, viudo desde hacía un tiempo –un tipo muy bien, muy macanudo y muy calmo–, empezó a comportarse con una alegría de vivir que en él era desconocida. Un día yo le digo “Pero, don Diego, ¿qué le pasa que está tan bien últimamente?”.

El, para vos, era un viejo. ¿Qué edad tiene Santomé?, ¿cincuenta?

–Más o menos cincuenta. Cuando le pregunto me dice “Vamos al café, te voy a contar”. Fuimos. “Estoy enamorado –me dice–. Pero el problema es que esta muchacha tiene la mitad de mis años. Tiene 26. ¿Qué voy a hacer?” “¿Por qué no se casa?”, le digo yo.

Y volvió a enviudar.

–Eso pasa en la novela. En la vida pasó lo que era lógico, él murió antes que ella.

Me explicaste alguna vez que Avellaneda debía morir para que ese amor no fracasara.

–Sí. Para evitar el fracaso había que matar a Avellaneda. Cuando salió la novela, unas cincuenta mujeres hicieron una reunión en un apartamento de Pocitos, a la que me invitaron. Allí me reprocharon que hubiera matado a Avellaneda. Yo les decía que la había matado en beneficio de la historia de amor. En 15 años Santomé iba a ser un viejo, tal vez moriría. Qué triste. Más o menos las convencí.

Tu visión, en ese momento, era que tal diferencia de edad indefectiblemente terminaba con el amor. ¿Pensás hoy lo mismo?

–Hoy tenemos muchos ejemplos en contrario. Picasso, Alberti, Casal, Borges.

¿Cómo era Montevideo en la época de la novela?

–Estábamos en el auge del empleo público. La familia para considerarse familia debía tener un miembro empleado público.

Estaba aquella frase tuya donde decías que Uruguay era la única oficina del mundo que había alcanzado la categoría de república. Tus poemas de la oficina también son buenísimos. Pero no eras empleado público.

–Era, sí. Antes de trabajar en Piria trabajé cinco años en la Contaduría General de la Nación. En esa época, para despedir a un empleado público creo que debían reunirse las dos cámaras. Tenía que haber desaparecido con el tesoro de la nación o matado al jefe de la oficina. Despedir era casi imposible. El empleo público era la seguridad. Y este país era el país de la seguridad. La gran palabra era ésa. Hasta que vino la dictadura y todo eso se fue al demonio. Echaron, nombraron a dedo.

La tregua fue la primera novela que escribiste.

–No, la primera fue Quién de nosotros, donde la historia está relatada desde tres lugares diferentes. Son tres versiones de una relación de pareja.

Una especie de Rashomon.

–Puede ser, era la época. Hay un marido que escribe su diario, una mujer que escribe al marido una larga carta donde le dice que se va con su amigo, el de él, y finalmente, está la versión del amigo –que era escritor– y hace un cuento sobre la relación con la mujer, pero con notas al pie de página donde contradice todo lo que aparece ocurriendo en el cuento.

A Onetti le gustaba mucho esa novela.

–Sí, cuando la leyó me llamó y me dijo: “Me echaste a perder una novela que estaba escribiendo con la misma técnica”.

En Quién de nosotros tenés una estructura que facilita el camino. En cambio en La tregua te enfrentás a uno de los difíciles problemas que se le plantean al novelista: desde dónde se cuenta la historia, quién la cuenta.

–Con La tregua barajé varias posibilidades. Que contara un narrador en tercera persona, pero me pareció que para que el tema tuviera la comunicación y el calor necesarios tenía que ser el protagonista quien contara. Santomé, él sería el mejor instrumento.

Era, además, a través de él que te había llegado.

–Claro, aunque yo lo cambié mucho a él, y a las circunstancias de su vida. Le adjudiqué tres hijos, decidí que uno fuera homosexual. Un día, años después –Fiorello, mi compañero de oficina, ya había muerto–, me encontré con el único hijo que tenía. Me dijo “¿Cómo lo metiste al viejo en la novela?”. Yo nunca lo había dicho. Pero ellos se dieron cuenta.

¿Conociste a quien luego llamaste Avellaneda?

–Sí, la conocí. Físicamente no tenía nada que ver con el personaje. Y en el resto no sé. La edad sí era la misma.

En La tregua hay otros personajes.

–Esos son inventados. El amigo que viene del exterior, que me permite alguna alusión a lo político. En ese momento la situación política empezaba a mostrar fisuras. Había que hacer alguna referencia. Pero además había que meter algún personaje, describir alguna situación que pusiera un poco de aire en el relato, que lo sacara de la encerrona total. La novela no podía circunscribirse al mesurado y sobrio idilio de Santomé con Avellaneda.

En ese momento ya habías escrito cuentos. Montevideanos, por ejemplo; una novela, Quién de nosotros, y poesía. Poesía seguramente desde chico.

–Sí, desde la infancia. Las primeras las escribí en alemán porque iba al Colegio Alemán.

Qué curioso que tu padre siendo italiano te mandara al Colegio Alemán.

–Mi padre era químico y por ese lado admiraba mucho a los alemanes. Pero, estando yo en el último año de primaria, un día llego a casa y le digo “¿Sabés, papá? A partir de mañana, cuando el profesor entre a clase tenemos que saludarlo así, con la mano levantada”. Mi padre me dijo: “Te quedan 15 días para terminar sexto. Vas a ir esos 15 días pero secundaria no la vas a hacer ahí”. Estaba indignado.

Sería el año ‘32.

–Sería. Hindenburg era el presidente de Alemania y Hitler el primer ministro.

Volviendo a tu novela. Santomé, a menudo, se encuentra con Avellaneda en un café. ¿Es alguno de los cafés que conocemos?

–Sí, es ahí en el café que se le declara. El café es el Sorocabana, de 25 de Mayo. Allí escribí la novela.

No se me hubiera ocurrido. No te veo escribiendo en un café. ¿Dónde te sentabas para escribir?

–En una mesa cualquiera. Nadie me conocía. Si fuera ahora, imaginate. Pero en esa época era lo único posible. Tenía dos horas al mediodía. En lugar de irme a Malvín y volver en el 142, me iba allí, pedía un refuerzo, un café y escribía.

A mano, claro.

–Sí, a mano. Después la pasaba en la Olivetti. Varias veces, porque corrijo mucho.

¿Qué corregís?

–La historia queda. Cambio frases.

La vez pasada me dijiste que habías tirado una novela entera. Y añadiste que cuando corregís siempre es borrando, nunca agregando.

–Sigo la receta de Rulfo, que decía “La mejor autocrítica es el hacha”.

Conrad no lo dice así pero dice algo parecido, cuando proclama la austeridad, la necesaria sequedad del texto.

–Yo te voy a decir una cosa. No entiendo bien el éxito de La tregua, tiene más de 150 ediciones. No creo que sea mi mejor novela.

¿La mejor sería Gracias por el fuego?

–Tampoco. Yo creo que la mejor que escribí es La borra del café. Es la única que en algún sentido es autobiográfica. O que por lo menos lo es en el envase, pues el protagonista es totalmente inventado pero vive en los barrios donde yo viví.

¿Cuáles son esos barrios?

–Capurro –uno de los más queridos–, Malvín, Punta Carretas.

Pero La tregua algo tiene que tocar en la gente.

–Es una historia de amor. Creo que no es cursi.

Ahí está aquel diálogo de Avellaneda con Santomé donde ella le cuenta qué entiende la madre por felicidad. Esa idea menos ambiciosa, más modesta de lo que es la felicidad es posible que sirva a mucha gente.

–Algo así habrá. No sabés cuántas veces la han dado en radio, cine, teatro, televisión. A veces bien hecha, a veces mal. En Colombia, por ejemplo, hicieron una versión desastrosa. Metieron complicaciones con el narcotráfico. Yo sólo les había exigido que la ubicaran en Uruguay. Nunca imaginé que saldrían con algo así. La tregua me conquistó un público de afuera. Cuando la hicieron en televisión con Héctor Alterio y Ana María Picchio fue fantástico. A mí me gustó más esta versión que la hecha en cine.

¿Por qué te gustó menos la hecha en cine?

–Porque trasladaron la acción a Buenos Aires, además de cambiarle la época.

Transcurre en pleno peronismo.

–Lo que pusieron de cosa política no es mucho, pero ¿para qué? Yo estuve algo distanciado de Renán por ese motivo. Después, cuando se propuso hacer Gracias por el fuego me llevó a España el libreto. Le hice varias observaciones que aceptó. Pero los productores exigieron, al final, unas carcajadas totalmente ridículas que él tuvo que aceptar y nos disgustaron a los dos: a él y a mí.

Estoy segura de que, como siempre,tenés algo en prensa.

–Justamente, un libro de poemas, El mundo que respiro, un libro de un señor de 80 años.

Que trabaja como un señor de 40.

–Sí, trabajo mucho.

¿Un libro un poco amargo?

–No, más existencial, donde la muerte está más presente, menos político. También estoy preparando un libro de cuentos que tal vez termine para fin de año. Son cuentos breves.

Quizás en eso de la brevedad te influya tu trabajo con los haika.

–Puede ser. Tú no sabés cómo me divertí haciendo ese libro. Cien haika quedaron afuera.

Ahora que han pasado muchos años de tu vuelta, ¿cómo ves el exilio?

–Yo estuve en cuatro países. Cuando uno no elige irse, el irse tiene cosas muy malas. Pero también cosas interesantes. Otras historias, otra cultura, a veces otra lengua. Creo que uno madura de otra manera. Yo seguí escribiendo sobre montevideanos, esta vez exiliados, y como siempre de clase media. Esta es una limitación que no he trascendido. Todavía.


Esta entrevista fue realizada a fines de los años ‘80 y publicada originalmente en la revista Brecha.

Obtenido el 26 de mayo de 2009 de: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/5320-917-2009-05-25.html


domingo, 24 de mayo de 2009

El mismo Benedetti


Carlos Fazio

Regresábamos a México por carretera cuando la radio dio la noticia: Mario Benedetti había muerto. Miré a Patricia que conducía y balbuceé si acaso un “no pudo más”. Después, silencio. Volteé hacia la ventana del vehículo. Observé las sombras chinescas de los árboles recostados sobre la montaña y ennegrecidos por la hora, mientras se escurría un lagrimón y llegaban de golpe los recuerdos. Evoqué la coherencia de Mario hasta el final. Su ética. Su humor lindo. Su ironía penetrante, a veces ácida, tan montevideana. Al paisito verde y herido de nuestra juventud. La vieja Facultad de Humanidades, allá en Juan Lindolfo Cuestas, pegada al mar, donde Mario dirigía el Departamento de Literatura Hispanoamericana y rondaba el fantasma de Carlos Vaz Ferreira. A mi hermano Ibero Gutiérrez, acribillado por el escuadrón, su poesía trunca como la de Heraud, el peruano. A los barbudos de la Sierra Maestra , a Fidel, al Che. Al Bebe Sendic y los muros con estrellas tupamaras. La militancia. A Dery chiquita. Machado. Vallejo. Tierra y libertad. Zapata. UTAA.[1] El Movimiento Independiente 26 de Marzo. A Seregni, el Frente Amplio y la corriente combativa.

El país de la cola de paja despertaba de la larga siesta batllista. Se terminaba el tiempo de las vacas gordas y asomaba la lucha de clases exacerbada en la Suiza de América. Perdíamos la inocencia. Se iba al carajo la imagen del Uruguay idílico, facilongo y campeón. Jorge Pacheco Areco, el ex boxeador que ejerció el poder entre 1968 y 1972, marcó el inicio de la democradura. Gobernó bajo medidas prontas de seguridad. Es decir, bajo el estado de sitio permanente. Militarizó los entes estatales y los bancos, intervino la enseñanza, instauró la censura previa a los medios e implantó por decreto el Registro de Vecindad. Nos habían vendido el cuento de un ejército que tomaba mate en los cuarteles. Pero pronto llegaría Mitrione y sus métodos de interrogación. Y con él, la máquina. La cacería del hombre. Y también la censura y la mentira institucionalizada.


Foto tomada del documental Palabras verdaderas de Ricardo Casas sobre Mario Benedetti, Uruguay/ España 2004

En sus letras de emergencia Mario Benedetti recordaba que “la muerte había dejado de ser un niño vietnamita quemado con napalm y cocacola en alguna zona desmilitarizada”. Y era verdad. La represión y la muerte asolaban ya la patria de Artigas. Uruguay era América Latina. Más medidas de excepción. La Ley de Seguridad. El Estado de Guerra Interna. El país mordaza. El de la picana, el submarino y la capucha. Y Mario que insistía desafiando al malón fascista: “Con tu puedo y con mi quiero, vamos juntos compañero.” Se habían acabado todas las variantes de la joda. El golpe de Bordaberry agudizó la contradicción oligarquía-pueblo. En el oscuro invierno del '72, en la explanada de la Universidad , en nombre del Movimiento 26 de Marzo, solo, rodeado de la tensión del momento y de un puñado de compañeros, Mario Benedetti nos habló de “la guerra con sangre derramada y muerte en las calles y en los campos”. Dijo que se reprimía con el pretexto de la subversión, y pidió no dejarse ensordecer por el fragor de la batalla. “No dejemos que la gran capucha de la desinformación nos oculte la realidad. Detrás de la represión y la tortura hay también fuertes motivaciones económicas.” Llamó a rescatar la dignidad y la soberanía. Apeló a la unidad que sirve para luchar. Y dijo, rotundo, jugándose el pellejo, “revolución es participación”.

Todavía en marzo del '73, durante un acto de la Corriente del Frente Amplio, Mario, siempre optimista, habló del poder popular. No se pudo. Poco después hasta la cultura pasaba a la clandestinidad. Benedetti, como tantos, marchó al exilio. A la Argentina de la Triple A , donde lo sorprendió el golpe de Videla. El Pito Michelini, el Toba Gutiérrez Ruiz y William Whitelaw y su compañera Rosario fueron asesinados en Buenos Aires. De nuevo la peste del terrorismo de Estado. Y otra vez a salir con los ladrillos a cuestas y el cepillo de dientes. Mario a Perú y luego a Cuba. Otros al México-refugio, país solidario de entonces. A reencontrarnos con el “viejo” Quijano del legendario Marcha. Y con Mario Benedetti y Daniel Viglietti en aquella primera histórica versión de A dos voces , en la sala Nezahualcóyolt abarrotada, en 1978.

Recuerdo también aquel encuentro con Mario en La Habana , en Casa, en el '79. Me acompañaban León García Soler y Agustín Granados, colegas periodistas. Bajamos de El Nacional al malecón, y mientras ellos conversaban, observaba el mar, ensimismado. Llegamos a la Casa de las Américas y Mario nos recibió siempre fraterno y cordial. Fue un diálogo íntimo. Hablamos de gaviotas y pescadores. Del cielo azul habanero. De las olas que reventaban contra el murallón y los barcos allá lejos. Evocamos la rambla, claro. Nuestro Montevideo. Después pasamos la lista de los amigos comunes desperdigados de la diáspora. Y con la nostalgia de andar lejos hermanamos Cuba y México. Y como siempre, un abrazo y un hasta pronto. Ya de regreso, juguetón, su voz aguardentosa, Agustín disparó: “Pinches putos! ¡Vaya platicadita, las gaviotas, los barquitos!” Y sí.

La última vez que estuve con Benedetti fue el día que enterramos a mi madre en Montevideo: el 22 de abril de 2008. Viglietti y su compañera mexicana, Lourdes Villafaña, nos habían acompañado al cementerio del Buceo y de regreso al barrio tomamos un café en el Baccaro. De pronto, Daniel dijo: “Vamos a ver a Mario.

¿Por qué no venís?” Mi hermana Alicia, alentó: “Andá. Te va a hacer bien.” En los últimos años, con las idas a Uruguay para ver a mi madre, ya grande, incluía una visita a Mario en su departamento de la calle Zelmar Michelini esquina 18. Era parte de una rutina entrañable que incluía, también, el local de Tristán Narvaja a ver a mis compañeros. Esa mañana a Mario se le veía animado. Bromeamos. Ariel Silva, su secretario, comentó los avances del libro en preparación y ponderó su disciplina de escritor. Todos allí sabíamos que la muerte acechaba.

Benedetti, generoso, admirable, había sobrevivido a las perplejidades de fin de siglo y varios achaques. Y seguía rumiando sus adioses y bienvenidas. Sus insomnios y duermevelas. Sus despistes y franquezas. Tenía su ironía intacta igual que su ternura y su sonrisa. El mismo Mario, modesto, sencillo, ético, con su calidad humana y el compromiso de siempre, hasta el final, defendiendo la palabra.


Obtenido el 24 de mayo de 2009 de: http://www.jornada.unam.mx/2009/05/24/sem-carlos.html


La voz entera de Benedetti


Ricardo Bada

Lejos de Amsterdam, donde me encuentro, y adonde desde California nos llega la noticia aciaga de la muerte de nuestro amigo Mario, lejos –pues– del teclado con que escribo estas líneas, una máquina de escribir electrónica aguardaba ser usada por primera vez un día de oct ubre de hace muchos años. La había comprado justo antes de viajar a Francfort para entrevistar a Mario Benedetti. Y el caso es que Mario tenía un par de días libres, así es que lo invité a Colonia, donde vivían algunos personajes de su última novela publicada entonces: Primavera con una esquina rota.

Mario estaba literalmente harto de la persecución a que lo sometía la intelligentsia española, que no le daba tregua ni cuartel. Hablamos largamente de ello en el tren, entre Francfort y Colonia, y en casa, antes de irnos a dormir. Cuando me levanté, muy temprano, lo descubrí en mi despacho. Él, que en Madrid tenía una igual, fue quien desvirgó mi nueva máquina, esa mañana, con su sonada renuncia a seguir publicando en El País madrileño.

[Sonada también, en ese mismo diario, la única polémica de altura en los últimos tiempos en nuestro idioma, entre Benedetti y Vargas Llosa, ambos respetándose de una manera caballerosa, argumentando de manera objetiva, no ad hominem –que suele ser lo normal en nuestro ámbito. Polémica que cerró Benedetti diciéndole a su tocayo (cito de memoria): “Pero no te preocupes, Mario, te seguiremos leyendo, porque lo que escribes está a la izquierda de lo que piensas.”]

¿Qué tenía –y lo que es peor: qué siguió teniendo– la intelligentsia española en contra de Mario Benedetti? Porque en España es harta la gente que lo tenía encasillado en un Index tan feroz como el de la Iglesia católica en su día. Para esa gente, Benedetti era Maladetti. ¿Por qué?

Entendería que hablasen mal de él como escritor porque no les gustase su escritura: no tenía por qué gustarles. Pero hablaban mal de él, como escritor, con auténtico encarnizamiento. Incluso gente por lo demás muy comedida y respetuosa con el resto del género humano, pero no con este polígrafo oriental (uruguayos sólo son los futbolistas, decía Borges).

Analizando el tema llegué a dos explicaciones. La primera: porque su poesía goza de un éxito de público sin precedente desde los tiempos de Neruda y los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. La segunda: porque pese a todos los pesares jamás dejó de defender a la Revolución cubana. Hay cosas imperdonables, y lo que menos se perdonan los nuevos españoles –europeos ahora en su propia homologación, simples rastacueros según la mía– es haberse convertido de Saulo en Paulo, y constatar que seguia y sigue habiendo quienes se niegan a hacerlo. Y a quienes, para colmo, la juventud los lee como los leyeron sus padres e incluso sus abuelos. Entonces, se lo cobran en forma de ninguneo y, en el caso de Benedetti, hasta ahora con saña.

Con saña, porque ¿cómo ningunear una carrera literaria de sesenta años?

Fue en 1945 cuando Benedetti publicó su primer libro de poemas, La víspera indeleble , pero el volumen jamás se ha vuelto a editar, y parecería mejor datar el comienzo de esa carrera en 1948, cuando aparece su primera obra ensayística, Peripecia y novela , a la que sigue en 1949 su primer libro de cuentos, Esta mañana . Diez años más tarde, otro volumen de cuentos, Montevideanos , significa su consagración. Y en 1960, con La tregua , Benedetti se da a conocer –¡y de qué modo!– más allá de las fronteras de su país: esta novela breve alcanzó más de cien ediciones, ha sido traducida a diecinueve idiomas y adaptada al cine, al teatro, la radio y la televisión.

[La primera versión cinematográfica de La tregua fue nominada para el Oscar al mejor filme extranjero de 1974. Perdió, a mi juicio, por otros criterios que la película misma, pero perdió con honor, contra un Fellini: Amarcord, como la Armada Invencible contra los elementos].

Cómo ningunear más de una larga docena de volúmenes de cuento s, muchos de ellos antológicos; varios d rama s; una decena de novelas (donde además de La tregua brillan con brillo propio Gracias por el fuego, La borra del café y El cumpleaños de Juan Ángel); los centones de sus artículos de prensa y numerosos ensayos, como El país de la cola de paja, perfectamente autónomos y orgánicos, y aún muy válidos, con títulos que son toda una declaración de principios: Cultura entre dos fuegos, Subdesarrollo y letras de osadía, La cultura, ese blanco móvil; y en fin, last but not least , una casi inacabable lista de libros de p oesía , con hitos tales como Poemas de la oficina, Viento del exilio, El olvido está lleno de memoria, y este Testigo de uno mismo recien publicado en Montevideo, a qué seguir...

A título anecdótico, y para evidenciar la popularidad de Benedetti entre el público lector, contaré que en Madrid había una call girl , Sandra, que se anunciaba con un endecasílabo suyo: «Mi táctica es quedarme en tu recuerdo.» Y sí, Mario, esa era tu táctica. Sumamente exitosa, por cierto, puesto que te has quedado para siempre en nuestra memoria.


Obtenido el 24 de mayo de 2009 de: http://www.jornada.unam.mx/2009/05/24/sem-bada.html


viernes, 22 de mayo de 2009

Mucho más que dos


Transiciones


Víctor Alejandro Espinoza


Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia, Mario Benedetti para el mundo, murió el Mpasado domingo 17 de mayo a la edad de 88 años, en Montevideo, Uruguay.


Un inmenso escritor, prolíico, autor de más de 80 libros de todos los géneros, leído en más de 20 idiomas y miembro de la Generación del 45 (a la que pertenece entre otros, Juan Carlos Onetti). Su vasta obra fue referencia para muchas generaciones. La mía, en particular, rebelde, irredenta, politizada; no podríamos entender los sueños de justicia sin los cantos de amor y lucha del inolvidable Benedetti.


A finales de los años setenta y durante los ochenta, los jóvenes cuestionábamos el autoritarismo político y moral y queríamos transformar el mundo. Era una generación que creía en la lectura como medio de formación y cambio. La palabra era importante, más la poesía. Escuchamos una y otra vez la interpretación del poema “Te quiero” en la iniguaable voz de Nacha Guevara. Aquellas estrofas fueron signo de identidad: “Si te quiero es porque sos/mi amor, mi cómplice y todo/Y en la calle codo a codo/somos mucho más que dos (…) Tu boca que es tuya y mía,/tu boca no se equivoca;/te quiero porque tu boca/sabe gritar rebeldía(…) Te quiero en mi paraíso;/es decir que en mi país/la gente viva feliz/aunque notenga permiso”.


Un escritor digno se ha ido, pero queda su obra, miles de lectores que soñamos con cambiar las cosas y que no perdemos la esperanza.


Aquellos muchachos de pelo largo que leíamos sus poemas y creíamos también en la justicia amorosa. Que salimos a las calles acompañados de nuestros maestros y que escuchábamos rock y música latinoamericana. ¿Qué queda? Queda la palabra. Conmovernos al leer sus versos, sus bellas novelas, sus magníicos poemas: Solidarios, generosos, cómplices: Como “Hagamos un trato”, el favorito de Isa: “Si alguna vez/advierte/que la miro a los ojos/y una veta de amor/reconoce en los míos/no alerte sus fusiles/ni piense qué delirio/a pesar de la veta/o tal vez porque existe/usted puede contar/conmigo”.


Como no recordar la fuerza y arrebato que nos causó el poema “De lo prohibido” que abre el libro “Cotidianas” y que leí por primera vez en febrero de 1981: “Prohibidos los silencios y los gritos unánimes/las minifaldas y los sindicatos/artigas y gardel/la oreja en radio habana/el pelo largo la condena corta/(…)el pantalón vaquero/los perros vagos ylos vagabundos/(…)prohibida la lealtad y sobre todo la tristeza/ésa que va de sol a sol/y claro la inquietante primavera/ prohibidas las reuniones/de más de una persona exceptolas del lecho conyugal/ siempre y cuando hayan sido/previa y debidamente autorizadas/(…)el bajo costo de la vida y la muerte/las palabritas y las palabrotas/los estruendos molestos el jilguero los zurdos”.


En 1990 conocí a Mario Benedetti. Me encontraba estudiando en Madrid y obtuve una beca para asistir a un curso de la Universidad Hispanoamericana Santa María de la Rábida, ubicada en Palos de la Frontera, provincia de Huelva; lugar donde se localiza el famoso monasterio desde el cual zarpó Cristobal Colón y sus acompañantes hacia el encuentro de dos mundos.


En ese fascinante lugar se encontraba impartiendo un curso sobre literatura. Las comidas las realizábamos juntos estudiantes y maestros. Fue una oportunidad poder convivir informalmente con el gran escritor. Tenía esa sonrisa y tranquilidad de los sabios que están de vuelta.


A sus 70 años había escrito sus principales obras y vivido el exilio, experiencia que marcó a muchos de sus contemporáneos.


Hoy, recorriendo los libros de mi ático encuentro esta nota del 19 de octubre de 1980, que escribí al inal de la lectura de “La muerte y otras sorpresas”:


“La utilización de lo atemporal trastoca y supera la lógica formalidad de tantos escritores. Pero no sólo es esa la particularidad del poeta uruguayo, sino su canto a la realidad latinoamericana…”. Por eso los ríos de lectores; por eso los sueños.


El autor es analista político/investigador de El Colegio de la Frontera Norte.

correo: correocolef@yahoo.com.mx


Obtenido el 22 de mayo de 2009 de: http://www.lacronica.com/EdicionDigital/EdicionImpresa.aspx?Fecha=2009/05/21