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sábado, 12 de octubre de 2013

Álvaro Mutis: recuerdos del tiempo viejo (Con permiso de don José Zorrilla)

JOSÉ EMILIO PACHECO
11 DE OCTUBRE DE 2013

MÉXICO, D.F. (Proceso).- A finales de 1959 se necesitaba cierto valor para decir que uno admiraba a Borges. Todo el mundo parecía estar en contra de él, en particular los que poco tiempo después serían sus más fanáticos devotos.

La Revista de la Universidad ocupaba el décimo piso de la Rectoría. Desde allí podía observarse un cuadro pintado por un José María Velasco que hubiera salido del taller de Brueghel. El Ajusco intacto, el Pedregal casi deshabitado, el aire sólo estremecido en su transparencia por el humo que salía de la fábrica de papel.

Juan García Ponce llegó a decirme:

–Ven a ver cómo destrozan a tu ídolo –y me condujo a la oficina de la redacción. Allí se encontraba Álvaro Mutis. Repitió las objeciones consabidas y se ganó de inmediato mi hostilidad.

Ya no le dije cuánto me habían impresionado las crónicas que unos meses atrás le hizo Elena Poniatowska, con dibujos de Alberto Beltrán en nuestra Biblia de entonces, el suplemento México en la Cultura. En aquellos días Mutis estaba preso en Lecumberri por haber dispuesto del dinero que le daba para relaciones públicas una aerolínea. No actuó en su beneficio, sino en auxilio de jóvenes escritores y pintores sin blanca. El texto se recogió en un libro, Palabras cruzadas, que por razones desconocidas nunca se ha reimpreso.

El maestro perfecto

Francisco Cervantes editaba en Querétaro una revista muy humilde, Ágora. En ella publiqué unos poemas que ahora supongo malísimos. El profesor de literatura de Cervantes era hermano de Efraín Huerta. Gracias a Efraín, Francisco se hizo amigo de Elena y de Beltrán, y por tanto de Mutis. Él le dijo que quería conocerme debido a los textos de Ágora. Un domingo por la tarde nos recibió en su apartamento de avenida Coyoacán, muy cerca del parque hoy abolido que se consagraba a la memoria del mariscal Sucre.

Durante muchos años ese lugar fue, por la infinita generosidad de Mutis con un desconocido de más que dudoso porvenir, mi aula informal, mi taller literario, mi indicador y examen de lecturas. Mutis, que jamás dio clases, era el maestro perfecto capaz de suscitar en sus oyentes el mayor entusiasmo, el deseo de escribir, la voluntad de saber.

Como Fernando Benítez, Mutis fue incapaz de retener uno solo de sus libros. Su alegría era comunicar y compartir sus admiraciones. Yo salía de su casa con un volumen para mí inaccesible de La Pléyade o un libro o varios de Conrad en la serie editada para Emecé por Borges y Bioy Casares. Al mismo tiempo me regalaba textos colombianos y ejemplares de Mito, la gran revista de Jorge Gaitán Durán. 

El viaje que no fue

En sus páginas me entusiasmó El coronel no tiene quien le escriba.

–Bueno, si le gustó (me habló siempre con el “usted” colombiano que es una forma de tuteo inaccesible para nosotros los extranjeros) le voy a regalar La hojarasca. Jamás lo presté porque en México no hay otro ejemplar.

La relación llegó a ser tan íntima que una noche le conté de mi tragedia. Para los demás no era ningún desastre sino una experiencia normal, dolorosa pero indispensable. Sin embargo, los 20 años son la peor edad de la vida. El mundo se me había acabado cuando me dejó A. Ella, a los 18, era de tiempo atrás una mujer nada dispuesta a lidiar con quien seguía siendo un niño.

–Tengo la solución. Usted se me va a trabajar con Gabo. Si se queda aquí seguirá sufriendo al pasar por los lugares que compartieron, al verla con otros, al entender que las puertas de su casa se le cerraron para siempre.

Todo parecía ir muy bien pero el posible trabajo se deshizo y fue García Márquez quien tuvo que venir a México. Carlos Fuentes siempre poseyó la habilidad para alquilar en cualquier parte del mundo casas de amigos ricos. Se creó en el imaginario del rencor la idea fantasiosa de un grupo delictivo que cerraba el camino a los buenos escritores, vivía en mansiones de San Ángel y se desplazaba en automóviles deportivos. En efecto, Fernando Benítez tenía uno que era su única posesión. Monsiváis y yo éramos la refutación viva de esas nociones pues habíamos entrado en el suplemento cuando éramos simples estudiantes sin familia rica ni poderosa, vivíamos sin dinero y empleábamos todas las líneas de camiones, tranvías y trolebuses.
 

Hemingway y García Márquez

En una reunión dominical en el jardín dije:

–Hoy llega a México Gabriel García Márquez.

–¿Quién es García Márquez? –preguntaron varios. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Fuentes y yo contestamos:

–El mejor escritor colombiano.

Por la noche fui al cine Paseo con D., tan bella e inteligente como A. Su sola presencia había borrado todo vestigio de la tragedia. En el dominical Claridades vimos que en ese 2 de julio de 1961 había muerto Hemingway. Pasaron años antes de que el accidente se revelara como un suicidio. Para mí fue acto simbólico: la novela angloamericana dejaba el paso a la hispanoamericana.

Llegué a mi casa y me sorprendió hallar esperándome a Mutis y a García Márquez.

–Tienes el único ejemplar que hay aquí de La hojarasca. Es urgente que nos lo prestes. Te lo devolvemos de inmediato.

Les di el libro.

En honor de García Márquez debo decir que me lo devolvió seis años después, cuando bajo un diluvio fue a dejármelo junto con uno de los primeros ejemplares (sin la portada de Vicente Rojo, demorada en el correo) de Cien años de soledad.

Aquel domingo de julio lo prioritario era encontrar alguna fuente de ingresos. Ofrecí lo muy poco que estaba a mi alcance: una nota sobre Hemingway para México en la cultura y un cuento para la Revista de la Universidad

La última noche en el laberinto

Pasaron los años y no dejé de leer ni frecuentar a Mutis. Ya en los setenta nos invitaba a comer cada semana a Ignacio Solares, a Cervantes y a mí. Comenzó una larga época en que viví fuera de México la mayor parte del año. Se acabaron las reuniones semanales y muchas cosas más.

En 1986 fuimos a una reunión literaria en Toronto. Mutis estuvo tan lúcido, encantador y cariñoso como siempre. Nos hospedaron en la universidad de York en unos dormitorios estudiantiles desiertos por vacaciones: cien o mil edificios idénticos. No fue difícil dar con el cuarto asignado a Mutis. Me despedí. Él generosamente se ofreció a acompañarme hasta el mío.

Durante no sé cuántas horas erramos por ese laberinto sin luz, primero entre risas, después con un creciente e inconfesado pánico. No había nadie y los teléfonos de la universidad dejaban de funcionar a partir de las 12. El fantasma de Maqroll el Gaviero nos orientó por fin y Mutis pudo hallar el número de mi cuarto. Nos despedimos con un gran abrazo. Sin que mediara pleito ni discordia, jamás nos encontramos de nuevo.

Alvaro Mutis vive en mi memoria no como el Gaviero, sino el capitán que por lo menos tres veces me salvó del mar de los Sargazos, el estrecho de la ignorancia y el océano de las Tormentas.

 Tomado del portal de Proceso.

miércoles, 5 de octubre de 2011

Origen de la novela "El cartero de Neruda"


Antonio Skármeta*


Entonces trabajaba yo como redactor cultural de un diario de quinta categoría. La sección a mi cargo se guiaba por el concepto de arte del director, quien, ufano de sus amistades en el ambiente, me obligaba a incurrir en entrevistas a vedettes de compañías frívolas, reseñas de libros escritos por ex detectives, notas a circos ambulantes o alabanzas desmedidas al hit de la semana que pudiera pergeñar cualquier hijo de vecino.

En las oficinas húmedas de esa redacción agonizaban cada noche mis ilusiones de ser escritor. Permanecía hasta la madrugada empezando nuevas novelas que dejaba a mitad de camino desilusionado de mi talento y mi pereza. Otros escritores de mi edad obtenían considerable éxito en el país y hasta premios en el extranjero: el de Casa de las Américas, el de la Biblioteca Breve Seix-Barral, el de Sudamericana y Primera Plana. La envidia, más que un acicate para terminar algún día una obra, operaba en mí como una ducha fiza.

Por aquellos días en que cronológicamente comienza esta historia -que como los hipotéticos lectores advertirán parte entusiasta y termina bajo el efecto de una honda depresión- el director advirtió que mi tránsito por la bohemia había perfeccionado peligrosamente mi palidez y decidió encargarme una nota a orillas del mar, que me permitiera una semana de sol, viento salino, mariscos, pescados frescos, y de paso importantes contactos para mi futuro. Se trataba de asaltar la paz costeña del poeta Pablo Neruda, y a través de entrevistas con él, lograr para los depravados lectores de nuestro pasquín algo así, palabras de mi director, «como la geografía erótica del poeta». En buenas cuentas, y en chileno, hacerle hablar del modo más gráfico posible sobre las mujeres que se había tirado.

Hospedaje en la hostería de isla Negra, viático de príncipe, auto arrendado en Hertz, préstamo de su portátil Olivetti, fueron los satánicos argumentos con que el director me convenció de llevar a cabo la innoble faena. A estas argumentaciones, y con ese idealismo de la juventud, yo agregaba otra acariciando un manuscrito interrumpido en la página 28: durante las tardes iba a escribir la crónica sobre Neruda y por las noches, oyendo el rumor del mar, avanzaría mi novela hasta terminarla. Más aún, me propuse algo que concluyó en obsesión, y que me permitió además sentir una gran afinidad con Mario Jiménez, mi héroe: conseguir que Pablo Neruda prologara mi texto. Con ese valioso trofeo golpearía las puertas de Editorial Nascimento y conseguiría ipso facto la publicación de mi libro dolorosamente postergado.

Para no hacer este prólogo eterno y evitar falsas expectativas en mis remotos lectores, concluyo aclarando desde ya algunos puntos. Primero, la novela que el lector tiene en su mano no es la que quise escribir en isla Negra ni ninguna otra que hubiera comenzado en aquella época, sino un producto lateral de mi fracasado asalto periodístico a Neruda. Segundo, a pesar de que varios escritores chilenos siguieron libando en la copa del éxito (entre otras cosas porfiases como éstas, me dijo un editor) yo permanecí -y permanezco- rigurosamente inédito. En tanto otros son maestros del relato lírico en primera persona, de la novela dentro de la novela, del metalenguaje, de la distorsión de tiempos y espacios, yo seguí adscrito a metaforones trajinados en el periodismo, lugares comunes cosechados de los criollistas, adjetivos chillantes malentendidos en Borges, y sobre todo aferrado a lo que un profesor de literatura designó con asco: un narrador omnisciente. Tercero y último, el sabroso reportaje a Neruda que con toda seguridad el lector preferiría tener en sus manos en vez de la inminente novela que lo acosa desde la próxima página y que acaso me hubiera sacado en otro rubro de mi anonimato, no fue viable debido a principios del vate y no a mi falta de impertinencia. Con una amabilidad que no merecía la bajeza de mis propósitos me dijo que su gran amor era su esposa actual Matilde Urrutia, y que no sentía ni entusiasmo ni interés por revolver ese «pálido pasado», y con una ironía que sí merecía mi audacia de pedirle un prólogo para un libro que aún no existía, me dijo poniéndome de patitas en la puerta: «con todo gusto, cuando lo escriba».

En la esperanza de hacerlo, me quedé largo tiempo en isla Negra, y para apoyar la pereza que me invadía todas las noches, tardes y mañanas frente a la página en blanco, decidí merodear la casa del poeta y de paso merodear a los que la merodeaban. Así fine como conocía los personajes de esta novela.

Sé que más de un lector impaciente se estará preguntando cómo un flojo rematado como yo pudo terminar este libro, por pequeño que sea. Una explicación plausible es que tardé catorce años en escribirlo. Si se piensa que en ese lapso, Vargas Llosa, por ejemplo, publicó Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras y La guerra del fin del mundo, es francamente un récord del cual no me enorgullezco.

Pero también hay una explicación complementaria de índole sentimental. Beatriz González, con quien almorcé varias veces durante sus visitas a los tribunales de Santiago, quiso que yo contara para ella la historia de Mario, «no importa cuánto tardase ni cuánto inventara». Así de excusado por ella, incurrí en ambos defectos.

* Tomado del portal de Escritores.cl