miércoles, 11 de diciembre de 2019

Los burros fusilados

Héctor L. Paliza

Tiene que haber sido la primavera. La mágica estación que todos los años saca de la tintorería el tapete de verdes profundos con pintitas de flores, que cubre las hermosas laderas cosaltecas.

Ni modo que fuera otra cosa, porque todos los signos son evidentes: en la primavera de Cosalá parece como si el agua de sus cascadas bajara desgreñándose; como que las cañas se hacen más respingadas, los viejos trapiches menos tosijosos y las mujeres más bonitas.

Ni una palabra más. Tiene que haber sido en esos días en que los guayabos anuncian que la fruta emblema de la región se dará en abundancia en patios y cañadas.

Pero vamos entendiéndonos.

Eran los años de mi general Gabriel Leyva Velázquez —el último gobernante sinaloense que viviera la paz postrevolucionaria— cuando sucedieron los hechos que vamos a narrarles.

Los Aragón, los Hernández y los Jacobo se disputaban, como siempre, el virreinato municipal. Como de costumbre también, el pueblo estaba dividido y el chisme amenazaba con llegar al arroyo.

Mi general, que nunca se daba mayor prisa para nada, meditó con serenidad el asunto. Ni unos ni otros. La tranquilidad idílica del viejo mineral no podía romperse por quítame allá esta presidencia. Así fue como, por carambola, llegó a ser primer regidor de la villa el profesor José Antonio Ochoa, cuya probidad era ampliamente reconocida por su desempeño como inspector escolar de la zona.

No hubo ni vencedores ni vencidos. El tercero en discordia resultó ser el perfecto jamón del sándwich, para gusto de todos. Tanto así que tirios y troyanos aplaudieron su obra, modesta pero comprendida.

¡Lástima que haya sucedido aquello, que de otra forma su gestión hubiera sido redonda, sin mácula! Pero la pizpireta primavera quiso otra cosa, como tengo dicho.

Cosalá se lavaba los pies en los arroyos que ya ensayaban a ser grandes. Los viejos panocheros se frotaban las manos en vísperas de la molienda. Los estudiantes exiliados regresaban a casa acompañados por amigos de la capital que ingenuamente se prometían divertirse como enanos, mientras las preciosas solteras confiaban en que el próximo baile de temporada las sacaría del pueblo, por la vía del matrimonio.

Fue entonces cuando cayó el rayo en seco.

Eran las primeras horas de la tarde. Los vecinos y los extranjeros venidos de Culiacán daban vueltas en la romántica plazuelita, piropeando a las chicas, mientras en el edificio de enfrente el profesor Ochoa se disponía a descansar de la interminable siesta en que lo sumían las exigencias de su cargo. Somnolencia que solo interrumpían los rebuznidos de igualados pollinos que también habían tornado la plaza para sus coqueteos.

La gente empezó a correr, a hacerse a un lado para dar paso a una pareja de asnos, que chiroteaban a lo largo del concurrido y único paseo del pueblo. El escándalo y el ruido que produjeron fue mayúsculo. Y la autoridad tuvo que intervenir para acabar con los revoltosos, que ya habían pisoteado el césped y las flores que adornaban la plazuela.

La orden fue terminante. La sentencia, radical. Ni corte marcial ni apelación alguna. Después se abriría la averiguación.

"¡Fusílenlos de inmediato! ¡Mientras que yo sea el que manda aquí no permitiré ningún desacato al orden, la moral y a las buenas costumbres!", gritó enfurecido el jefe del cuerpo edilicio cosalteco.

Y así fue. Los dos cuicos del pueblo, ansiosos de sacar la enmohecida fusca, cosieron a tiros a los dos borricos, para escarnio de tan vilipendiada raza.

Para ello —cuentan los testigos presenciales— se les formó el cuadro de rigor. Había que cumplir con los requisitos que marca el reglamento para estas ejecuciones.

El nombre de Cosalá, a raíz de este fusilamiento, fue traído y paseado en las páginas de la prensa nacional, que comentaron socarronamente este histórico episodio de los borricos pasados por las armas.

Les digo que fue la primavera. No me cabe la menor duda.

Tomado de Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 10, abril de 1978, pp. 32-33.