miércoles, 11 de diciembre de 2019

Las cataplasmas

Enrique Ruiz Alba

"¿Qué horas son éstas de llegar?

"¡Ahora se quedan sin cenar o… agarren, si quieren!".

Era la voz de mi madre en son inequívoco de reprimenda por llegar tarde a casa. Y eso se sucedía casi a diario, cuando mi hermano Luis y yo sobrepasábamos el horario permitido por la autoridad hogareña: nueve de la noche.

Volvíamos de la reunión nocturna con los muchachos del barrio en la esquina preferida. Se juntaba la palomilla para dar rienda suelta a sus juegos infantiles de los que terminábamos cansados, exhaustos, pero felices.

La primera sentencia maternal nunca se cumplía; siempre hacíamos caso de la segunda: "Agarren si quieren". Íbamos directos al pretil, junto a la hornilla, en donde no faltaba la olla de barro con frijoles, la vasija con leche y un comal todavía calientito sobre el cual abundaban las tortillas doradas.

Las embadurnábamos de natas, de frijoles y salsa. El tronar de las tostadas trituradas por nuestras dentaduras rompía el silencio de la noche en un hogar en que todos dormían, menos Luis y yo. Junto a la hornilla que mantenía vivas las últimas brasas de la leña que las producían, nos dábamos el banquete nocturno.

¡Qué esperanzas entonces de refrigerador o estufa! Y no es que no se hubiesen inventado, pero mi padre era un modesto empleado postal y mi madre, de honda raíz campirana, detestaba lo moderno. "No hay como las ollas de barro y la leña para una comida sabrosa", decía.

Después de la auto-cena, a la cama, a disfrutar de un sueño profundo únicamente interrumpido por la voz de mi madre por la mañana, exigiendo nos levantáramos para ayudar en los quehaceres domésticos antes de almorzar e irnos a la escuela.

"Tú barre la calle, juntas la basura y riegas antes de que pase el camión; y tú lavas el chiquero y sacas la porquería. ¡Y lo hacen bien, porque voy a ir a revisar!".

Bueno o malo, el trabajo se cumplía; de lo contrario, ella cumplía sus amenazas. Jalones de orejas con un: "¿No viste esa basura, malhecho?", o coscorrones acompañados de: "¿No te dije que sacaras la porquería?", eran muy frecuentes respuestas a nuestras deficientes tareas.

Después del almuerzo, el peregrinar a la escuela, no sin antes llenar el requisito del aseo personal, realizado siempre con agua fría, así estuviera helando. ¡Ni esperanzas de boiler en nuestra casa!

Al regreso de clases escuchábamos el recordatorio vespertino: "Van a dar la última llamada para el rosario. ¡Váyanse pronto y cuidado con quedarse en el jardín!".

¡Y allá íbamos los hermanos a escuchar los rezos del padre Luna y a repetirlos con él: "Santa madre de Dios… Dios te salve, María, llena eres de gracia… Padre nuestro, que estás en los cielos… Tercer misterio…". Cuando llegábamos al quinto misterio estábamos dormidos. Pero Chava Medallas, tonto de capirote que debía su nombre a que Ilevaba colgado al cuello un centenar de rondanas metálicas con efigies de santos, se encargaba de despertarnos. Sobrino de vieja solterona que vivía en el templo, era un vigilante gratuito del respeto que la feligresía debía guardar en los actos religiosos.

Cuando más profundamente dormidos nos encontrábamos, se acercaba rozando levemente sus pies sobre las baldosas del templo y, sin más, nos jalaba los diablitos (puntas de las patillas), que nos levantaba como resortes y en no pocas ocasiones nos hizo lanzar gritos de dolor.

"La letanía del Señor: 'Sangre de Cristo, embriágame… Agua del costado de Cristo, lávame…'". No respondíamos, el sueño nos tenía vencidos; pero allí estaba el cuico oficial para cumplir con su deber. ¡Ah, pero la venganza es dulce y más cuando se produce pronto! Allí, bajo la sombra de las moreras del jardín Azcona, esperábamos al verdugo. Diseminados en torno al templo del Sagrado Corazón, junto a los resbaladeros, permanecíamos a la expectativa, algún día iba a salir.

Chava Medallas usaba calzón largo de manta con velas (cordones) ubicados arriba del trasero. Bastaba un ligero tirón de cualquiera de las puntas para que la prenda se viniera abajo. Una de las muchas víctimas del despertar de Chava Medallas cuando este salía del templo, le interceptaba hablándole con voz suave, hasta melodiosa, para preguntarle sobre los milagros de cualquiera de los santos que colgaban de la sarta prendida al cuello. Cuando más inspirado estaba en explicarlo, llegaba otro por detrás, pegaba el tirón a las velas ¡y allá iba el calzón hacia abajo!

Enfurecido se lanzaba contra los malditos, muchas veces sin intentar siquiera subir la prenda a su sitio natural, por lo que era frecuente visitara el suelo. La huida nuestra, coreada con risas burlonas, enmarcaba la venganza sobre aquel tipo, que fue uno de los personajes populares de mi tierra.

Lo malo, en cada ocasión que esto sucedía, y que era casi todos los días, era que en su frustrado afán de contravenganza siempre arremetía contra el primer cristiano que se atravesara a su paso, por lo que muchos inocentes ajenos a nuestras travesuras pagaron el pato, al rodar por el suelo como producto de sus fuertes embestidas.

Después del rosario o la "Hora Santa" volvíamos a casa y pedíamos permiso para "ir a jugar a la esquina", solicitud que siempre era concedida, no sin recibir la sempiterna advertencia: "Se vienen temprano. No se tarden o se quedan sin cenar".

Mi querido padre, cómplice bondadoso de nuestras inquietudes infantiles, nunca decía nada. Pegado al vetusto Westinghouse se deleitaba escuchando las noticias de la época: 

"Comenzó la invasión de Normandía", "Posición nazi cayó en poder de Montgomery", "Eisenhower avanza con sus aliados", "MacArthur arrasa en Filipinas". En fin, lo que entonces era expectación: la Segunda Guerra Mundial.

Nosotros, ajenos al problema bélico, nos dábamos cita en la esquina de la "Ola Marina" para disfrutar nuestra sana infancia a la luz de opaco bombillo público, muy lejos del conflicto que conmovía al mundo. Nosotros teníamos el nuestro, sabor a gloria: esa infancia que añoro.

"Uno, por mulo; dos, patadas y coz; tres, pelitos de San Andrés; cuatro, jamón de sapo; cinco, de aquí te brinco…". Era el burro, juego tradicional que exigía la colocación de un elemento previamente designado para que sobre su lomo brincáramos todos los demás, teniendo que repetir, por obligación, esa especie de letanía.

O bien jugábamos al bebeleche (brincapetate), a la pegadilla o roña, a las escondidas, a todo aquello propio de nuestra vida infantil, la que llamo así porque a los diez años no pasaba por nuestra mente ningún indicio perverso que manifestara lo contrario.

Mi madre, en paz descanse, era muy dada a los remedios caseros, cosa natural en ella, dado su origen campirano. Que teníamos tos: cebo caliente untado en la garganta; que nos dolía el oído: ruda con alcohol introducida en el órgano auditivo; que andábamos mal del estómago: la repugnante purga, o bien la lavativa de agua caliente; y si era un dolor de muelas: algodón con clavo molido. No había enfermedad para la que mi madre no tuviera el remedio a la mano.

A resulta de ciertos achaques que le afectaron, recurrió a sus propios medicamentos. Nunca me enteré cuál fue el tipo de padecimiento, pero sí, por vez primera, escuché la palabra cataplasma, pues dijeron que era muy buena para su mal.

Una noche, después del rosario, llegamos Luis y yo a casa. Avisamos que estaríamos en la esquina y, tras el consabido "No se vayan a tardar, o se quedan sin cenar", enfilamos rumbo al sitio predilecto, en donde ya estaba el resto de la palomilla.

Y empezamos: "Uno, por mulo; dos, patada y coz; tres…". Vinieron otros juegos, hasta que, un par de horas después, sudorosos, cansados como siempre, decidimos regresar a casa, no sin escuchar el clásico: "Aquí se quebró una taza, cada quien gana para su casa".

Llegamos tratando de hacer el menor ruido posible, como nunca (eran las once de la noche) nos habíamos quedado en la calle. Temíamos un castigo severo. Empujamos la puerta y entramos de puntitas. Todos dormían. Mi madre, que roncaba fuerte, nos indicó con sus ronquidos que la vía estaba libre. Por lo menos esa noche quedaríamos a salvo de una pela.

Como de costumbre, nos fuimos derecho al pretil, ¡pero con desilusión!: ni olla de frijoles, ni natas, ni leche, ni siquiera tortillas tostadas junto a la hornilla. Hasta el comal había desaparecido. Nos miramos mi hermano y yo cara a cara, con expresiones interrogantes, y luego, resignadamente, nos fuimos a la cama.

El sitio destinado para mi rutinario descanso nocturno estaba cerca del que ocupaba mi madre. El de Luis, en sitio aparte. Cuando me senté en el bordo de la cama, advertí que en una silla colocada junto a la de la autora de mis días había unas tortillas, y sin más, para resolver mi hambrienta situación, empecé a engullirlas con voracidad. Ni siquiera dije a mi hermano de la existencia de aquellas quesadillas que me supieron a gloria.

Dormí plácidamente. Por la mañana, la voz maternal me despertó con su habitual letanía: "¡Levántense, para que barran la calle y el chiquero y se vayan a la escuela".

A la hora del almuerzo mi madre preguntó: "¿Quién se comió las tortillas que dejé anoche sobre la silla que estaba junto a mí cama?".

Ni modo de mentir, sabía que era peor, además que, de hecho, era el único sospechoso. "Fui yo", dije, balbuceante, esperando que la llanta de bicicleta azotara mis posaderas, como se estilaba en casos serios. Pero, para mi sorpresa, brotó una explosión de risa del resto de mis hermanos, de mi padre y de mi propia madre, cuando esta manifestó: "¡Tarugo, te comiste las cataplasmas que me puse anoche como remedio en las plantas de los pies!".

No he vuelto a comer quesadillas y cuando escucho mencionar las cataplasmas me dan ganas de vomitar. Aunque también, al recordar a mi querida madre, juro que si viviera le besaría sus plantas sin repugnancia alguna.

Publicado en Presagio, Culiacán, Sinaloa, número 7, enero de 1978, pp. 33-35.