domingo, 8 de marzo de 2009

El destino de las lenguas indígenas de México

Miguel León-Portilla

Publicado en “El despertar de nuestras lenguas” de Natalio Hernández
Queman tlachixque totlahtolhuan
Editorial Diana, Fondo Editorial de las Culturas Indígenas, 2002


El despertar de nuestras lenguasLas lenguas amerindias habladas en México han pasado por situaciones muy diferentes entre sí a lo largo de la historia. Antes de que ocurriera el encuentro de los diversos pueblos indígenas con los invasores europeos, si bien eran mucho más numerosas, hubo algunas que alcanzaron mayor difusión e incluso llegaron a imponerse sobre otras. Un ejemplo muy relevante lo ofrece el náhuatl, hablado probablemente desde el periodo clásico en lugares como Teotihuacan y otros de la región central. La difusión del náhuatl como lingua franca se inició verosímilmente desde la época tolteca y alcanzó su máxima presencia en la Mesoamérica prehispánica durante la hegemonía mexica.

Ya en tiempos de la Nueva España, las lenguas indígenas se vieron confrontadas por la presencia de la que tenían como propia los españoles. El castellano, que entonces distaba mucho de ser una lengua ecuménica, fue entonces el idioma de las autoridades, en el que se legislaba y se administraba el país y el que hablaban cuantos controlaban la economía y el trabajo.

En ese nuevo contexto el destino de las lenguas indígenas se tornó incierto. Hay algunos estudios que versan sobre esto, aunque ninguno ha abarcado cabalmente lo que ocurrió en esta materia a lo largo de las tres centurias novohispanas. Mencionaré aquí los trabajos de Shirley Brice Heath, Gonzalo Aguirre Beltrán, Silvio Zavala e Ignacio Guzmán Betancourt.[1] Tomaré en cuenta lo que éstos aportan atendiendo a las disposiciones de la Corona española en relación con el uso de las lenguas indígenas y la enseñanza del castellano. Asimismo acudiré a otros testimonios que versan también sobre la situación lingüística en diversos momentos del periodo colonial.


Un extraordinario proceso de acercamiento a las lenguas indígenas

Coinciden los investigadores mencionados y otros testimonios de distintas procedencias y tiempos en que, sobre todo durante el siglo XVI y una parte del XVII, los frailes misioneros, de modo especial los franciscanos, propugnaron por el uso de las lenguas indígenas en la evangelización. Argumentaban ellos que era muy difícil para los nativos acercarse a la doctrina cristiana en un idioma que no era el suyo. Esta persuasión movió a varios de ellos a preparar un considerable número de obras tanto para el aprendizaje de las lenguas indígenas como para la transmisión del mensaje cristiano a aquellos que querían convertir.

Como nunca antes en la historia universal, se desarrolló entonces una extraordinaria empresa lingüística dirigida a captar y describir las características fonológicas, léxicas y estructurales de centenares de idiomas nativos. En tal empresa participaron conjuntamente los hablantes de ellos y buen número de frailes misioneros franciscanos, dominicos, agustinos y jesuitas. Resultado de sus esfuerzos fue la elaboración de numerosas “artes” o gramáticas, así como de vocabularios de dichas lenguas.

La tarea, llevada a cabo especialmente a lo largo de los siglos XVI y XVII, hubo de superar grandes dificultades. Aunque en el contexto cultural de España se contaba con las recientes aportaciones de Elio Antonio de Nebrija, primeramente sus introductiones Latinae y Luego, en 1492, su Gramática Castellana –la primera de una moderna lengua europea– en realidad no existía un saber lingüístico formalizado que pudiera servir de base en el trabajo que se echaban a cuestas esos misioneros.

Con ingenuo anacronismo han criticado algunos lingüistas a dichos frailes por haber tomado como modelo en sus trabajos el Arte y el Vocabulario de Nebrija. Los críticos no parecen haberse preguntado qué otra cosa de mayor modernidad pudieron hacer entonces esos frailes. ¿Habría que pedirles que hubieran adoptado el enfoque de Noam Chomsky?

Siguiendo a Nebrija pudieron ofrecer, en primer lugar, un adecuado marco de referencia a quienes iban a aprender las lenguas valiéndose de esas gramáticas. Además, y a pesar de las radicales diferencias entre el castellano y los idiomas indígenas, pudieron abarcar así en la gran mayoría de los casos, los rasgos y elementos propios de esos idiomas que por vez primera entonces se estudiaban y describían. No siguieron ellos a Nebrija servilmente como muchos gratuitamente lo han supuesto. A modo de ejemplo citaré las palabras de quien dispuso la primerísima y bastante bien lograda gramática de una lengua del Nuevo Mundo, fray Andrés de Olmos. A él se debe el Arte de la Lengua Mexicana (azteca o náhuatl) concluida en 1547; es decir, sólo veintiséis años después de que Hernán Cortés tomó la ciudad de México. Expresa Olmos:

En el arte de la lengua latina creo que la mejor manera y orden es la que Antonio de Nebrija sigue en la suya; pero porque en esta lengua [el náhuatl] no cuadra la orden que él lleva por faltar muchas cosas que en el arte de gramática se hace gran caudal, como declinaciones y supinos […], por tanto no seré reprensible si en todo no siguiere la orden de Antonio.[2]

De parecida forma procedieron otros de los frailes espontáneos lingüistas como Alonso de Molina, el primer lexicógrafo del Nuevo Mundo, que publicó su Vocabulario de la Lengua Castellana y Mexicana, en México, en Casa de Juan Pablos, año de 1555. En los varios “avisos” que incluyó Molina en su prólogo insistió en que “el lenguaje y frasis de estos naturales es muy diferente del lenguaje y frasis [estructura] latino, griego y castellano..l”. Por ello adoptó varios criterios en la presentación de su Vocabulario teniendo siempre en mente “dar a entender mejor la propiedad de la lengua de los indios”.[3]

No fue casualidad que correspondiera al náhuatl, según ya vimos, ser el primer idioma americano que contó con una gramática, la de Olmos (1547), así como un diccionario, el de Molina (1555). Pocos años después, en 1560, se publicaron en España, precisamente en Valladolid, la Grammática o Arte de la Lengua General de los Indios de los Reynos del Perú, compuesta por el maestro fray Domingo de Santo Thomás, de la Orden de Santo Domingo, así como, del mismo autor, el Lexicon o Vocabulario de la Lengua General del Perú, ambos en la Oficina de Francisco Fernández de Córdova, Impresor de su Majestad Real.

Fray Domingo de Santo Thomás, como lo habían notado antes Olmos y Molina respecto del náhuatl, señala que, aunque sigue “el mismo orden que el de Antonio de Nebrija”, está describiendo una lengua “tan extraña, tan nueva, tan incógnita y tan peregrina en nosotros, y tan nunca hasta ahora reducida a arte…”.[4] Ello obviamente le ha obligado en muchos casos a apartarse de Nebrija.

La actuación de los frailes y las disposiciones de la Corona que imponían el aprendizaje de las lenguas indígenas en quienes, como los religiosos y curas seculares, debían tratar de continuo a los que eran nativos, hizo que la empresa lingüística no se limitara a los idiomas con mayor número de hablantes. Apareció así el Arte de la Lengua de Michoacán (purépecha o tarasca), obra del tolosino fray Maturino Gilberti, publicada en México por Juan Pablos en 1558.

Un año más tarde vio la luz el Vocabulario en Lengua de Michoacán, del mismo autor y por el mismo impresor

Se imprimieron asimismo el Arte en Lengua Zapoteca (hablada en Oaxaca), compuesto por el dominico fray Juan de Córdova, en México, en Casa de Pedro Balli, 1578; el Arte de la Lengua Mixteca por fray Antonio de los Reyes, en México, en Casa de Pedro Balli, 1593 y Vocabulario en Lengua Mixteca, hecho por los padres de la Orden de Predicadores y últimamente recopilado y acabado por el padre fray Francisco de Alvarado. En México, en Casa de Pedro Balli 1593. Digno de mención es lo que el propio fray Francisco de Alvarado expresa en su “Prólogo al lector”: “Los indios –dice– son los mejores maestros para esto y han sido los autores” [del Vocabulario].[5]

El Arte de la Lengua Mexicana, compuesto por el padre Antonio del Rincón de la Compañía de Jesús (en México, en Casa de Pedro Balli, 1595), constituye la última de las grandes aportaciones lingüísticas hechas en el XVI a propósito de un idioma amerindio. El padre Rincón, emparentado con la antigua nobleza indígena de Tezcoco, enriqueció su obra con pertinentes precisiones de carácter fonológico.

En esta sumaria recordación restringida a trabajos de tema lingüístico, no he dado entrada a otras numerosas publicaciones en las que se incluyen sermonarios, doctrinas y diversas producciones de tema religioso en lenguas indígenas. Mencionaré al menos un pequeño libro aparecido en 1600, es decir al cerrarse el siglo XVI. En el mismo se incluyeron importantes textos de la antigua tradición indígena en náhuatl: Huehuehtlahtolli (“Antigua palabra”), que contiene las pláticas que los padres y madres hicieron a sus hijos y a sus hijas y los señores a sus vasallos, todas llenas de doctrina moral y política, publicadas y enriquecidas por fray Juan Baptista (en Tlatelolco, impreso por Melchor Ocharte, año de 1600). Este precioso libro, en el que se transcribe en náhuatl un conjunto de antiguos discursos, recoge algunos de los más importantes testimonios de la sabiduría prehispánica.

El siglo XVII siguió siendo tiempo propicio para la edición de otras varias artes o gramáticas de la lengua náhuatl o mexicana, como las de Diego de Galdo Guzmán (1642); la muy rica en descripciones de aspectos antes no tomados en cuenta, estructurales y fonológicos, del jesuita Horacio Carochi (1645) y las debidas a fray Agustín de Vetancurt (1673), al Bachiller Antonio Vázquez Gastelu (1683), a fray Juan Guerra, sobre el náhuatl de Occidente (1692) y otras varias más. De gran interés, como una de las primeras guías de conversación con frases sobre una multitud de temas, apareció en repetidas ediciones el que Pedro de Arenas intituló Vocabulario Manual de las Lenguas Castellana y Mexicana (1611, 1668, 1683, 1690…). De ella, Ascensión H. de León-Portilla (UNAM, 1983), ha ofrecido una reedición con amplio estudio introductorio.

De los idiomas del tronco mayense, aunque pronto se elaboraron artes y vocabularios de algunos –en particular del maya yucateco y del quiché de Guatemala–, sólo hasta fines del XVII empezó a haber publicaciones sobre ellos. Cabe mencionar al Arte de la Lengua Maya compuesto por fray Gabriel de San Buenaventura, definidor de la Provincia de San José de Yucatán (en México, por la viuda de Bernardo Calderón, año de 1684). También aparecieron gramáticas de lenguas con mucho menor número de hablantes y con vigencia en las que pueden tenerse como regiones marginales. Citaré al menos una: el Compendio del Arte de la Lengua de los Tarahumares y Guazapares, por el padre Thomás de Guadalajara, jesuita (en la Puebla de los Ángeles, por Diego Fernández de León, año 1683).

Del impresionante caudal de aportaciones lingüísticas a partir del inicio del Encuentro de Dos Mundos –tanto de las impresas como de muchas inéditas hasta fines del siglo XVIII– se han elaborado varias bibliografías y otros géneros de estudios. Sobresale la obra del iniciador de la moderna lingüística comparada, Lorenzo Hervás y Panduro, Catálogo de las Lenguas de las Naciones Conocidas…, publicado en seis volúmenes (Madrid, 1800). Si bien no se restringe él a los idiomas del Nuevo Mundo, dedica a éstos muy amplio espacio. Trabajo, también pionero, fue el de Hermann Ludwig, The Literature of American Aboriginal Languages (Londres, 1858). Mención muy particular merece la contribución de Cipriano Muñoz y Manzano, conocido como Conde de la Viñaza, Bibliografía Española de Lenguas Indígenas de América (Madrid, 1892), que incluye y describe 1,188 títulos de obras, abarcando las de temas religiosos y otras, inéditas e impresas.

Además de los bien conocidos trabajos de bibliografía no restringida a lenguas indígenas, de autores como Joaquín García Icazbalceta, José Toribio Medina y otros, hay que recordar a quien llegó a ser presidente de Argentina, Bartolomé Mitre, al que se debe un Catálogo Razonado de las Lenguas Indígenas y de América, en dos volúmenes (Buenos Aires, 1909).

Entre las aportaciones más recientes sobresale una referida exclusivamente a la lengua náhuatl o mexicana, que es sin duda la que ha sido objeto de mayor estudio y que posee una rica literatura, además de ser hablada hasta el presente por cerca de dos millones de personas. Dicha aportación se debe a Ascensión H. De León-Portilla, Tepeztlahcuilolli, impresos en Náhuatl, Historia y Bibliografía (2 volúmenes, UNAM, 1988). La autora ofrece en ella la historia de la lingüística y filología en relación con el náhuatl e incluye una bibliografía comentada que comprende cerca de 3,000 obras.


Las a veces opuestas disposiciones de la Corona en materia lingüística

En tanto que hay testimonios provenientes de 1531 que muestran que desde muy tempranas fechas hubo frailes empeñados en preparar un “arte” o gramática del náhuatl, existen también reales cédulas expedidas hacia mediados del mismo siglo XVI en que se urgía a las autoridades virreinales y a los superiores de las órdenes religiosas se enseñara a los indios la lengua castellana. Así, el 7 de junio de 1550 el emperador Carlos manifestó que:

Habiendo hecho particular examen sobre si aun en la más perfecta lengua de los indios se pueden explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra Santa Fe Católica, se ha reconocido que no es posible sin cometer grandes disonancias e imperfecciones y aunque están fundadas cátedras donde sean enseñados los sacerdotes que hubieren de doctrinar a los indios, no es remedio bastante, por ser mucha la variedad de lenguas.[6]

Tras expresar estas consideraciones, en la misma real cédula se trasmite el siguiente mandato:

Y habiendo resuelto que convendría introducir [la lengua] castellana, ordenamos que a los indios se les pongan maestros que enseñen a los que voluntariamente la quisieren aprender como les sea menos molesto y sin costa, y ha parecido que esto podrían hacer bien los sacristanes como en las aldeas destos reynos enseñan a leer y escribir y la doctrina christiana.[7]

La reacción de los frailes no se dejó esperar y fue de abierta oposición. Una idea surgió entonces entre algunos de ellos. Fue ella la de valerse del náhuatl –que desde los tiempos prehispánicos había alcanzado muy grande difusión– preparando para tal fin a buen número de maestros y escribanos. Consideraban quienes así se manifestaron que aun a los indios que no tenían dicha lengua como materna, les resultaría más fácil aprenderla que la castellana. En apoyo de esta aseveración pudieron aducir tal vez, conociendo otros idiomas mesoamericanos, que la estructura morfémica y sintáctica –o como dirían, la frasis del náhuatl– guardaba mayores semejanzas que la del castellano con lenguas como el zapoteco, mixteco y otras.

Así, en una “Relación que [en 1569] los franciscanos de Guadalajara dieron…” no dudaron en declarar que:

Han trabajado, por la mucha diversidad de lenguas que hay en esta tierra, de enseñar una lengua, que es la mexicana y más general…[8]

Consta que en la segunda mitad del siglo XVI y parte del XVII había en lugares muy apartados del centro de México escribanos que redactaban en náhuatl numerosos escritos. De ello son una prueba cartas y otros textos en náhuatl, no pocos ya publicados, de varios pueblos de los actuales estados de Jalisco, Zacatecas, Colima, Durango, Guerrero, Chiapas, Tabasco, Campeche y aun de Guatemala y otras poblaciones de América Central.[9]

Cartas y otras relaciones de los frailes convencieron a Felipe II de la conveniencia de que se adoptara, como lo querían ellos, el náhuatl como medio para la evangelización y la unificación lingüística de la Nueva España. La investigadora Shirley Brice Heath cita a este respecto varias reales cédulas de Felipe II que corroboran lo dicho.[10] No significó esto, desde luego, que el náhuatl llegara a adoptarse en regiones como Yucatán y otras donde tenían muy antiguo y hondo arraigo otras lenguas. En cambio sí hubo alguna penetración, aunque limitada, del idioma mexicano en algunas de las áreas norteñas del país. Esto explica que, ya en el reinado de Felipe III, se expidieran reales cédulas mandando que los misioneros de esas y otras regiones conocieran los idiomas hablados en las mismas y también el náhuatl. Y, aunque con timidez, volvió entonces a insistirse en la conveniencia de enseñar a los indígenas la lengua castellana.

En forma más radical se había pronunciado desde 1639 y luego en 1647 un prestigiado jurisconsulto, Juan de Solórzano y Pereyra, maestro en la Universidad de Salamanca, más tarde oidor en Lima y miembro del Consejo de Indias hasta llegar al Real Supremo Consejo de Castilla. En su obra Política Indiana (1647), aparecida primero en latín con el título de De Indiarum iure (1639), tomando muy en cuenta las reales cédulas y otros ordenamientos emitidos, elabora lo que, como su título lo expresa, ha de constituir una “política” o conjunto de normas de aplicación necesaria en los diversos campos de la administración pública de las Indias. Tras discurrir ampliamente sobre si conviene o no imponer el castellano en las Indias, concluye:

No hallo causa para que (a) nadie se le pudiese ni pueda hacer duro o nuevo este precepto de que los indios fuesen obligados a aprender y hablar nuestra lengua, pues no ha habido cosa más antigua y frecuente en el mundo que mandar los que vencen o señorean nuevas provincias que luego en ellas se reciba su idioma y costumbres; así para mostrar en esto el derecho de su dominio y superioridad, como para tenerlos más conformes y unidos en sus gobiernos.[11]

Sin embargo ni esta recomendación ni las ulteriores disposiciones, algunas apremiantes, emitidas por Felipe IV y Carlos III, lograron realmente que se promoviera de modo eficaz la implantación del castellano entre los indios. La gran mayoría de éstos mantenían su lengua propia y buen número se comunicaba asimismo en náhuatl. Además de que en no pocos conventos se seguían enseñando gramática, lectura y escritura sobre todo en náhuatl, en 1642 se instituyeron en la Real y Pontifica Universidad cátedras de las lenguas mexicana y otomí. Primer catedrático de ambas fue fray Diego de Galdo y Guzmán, autor por cierto de un Arte de la Lengua Mexicana publicado ese mismo año.

Con el advenimiento de los Borbones la situación, en lo tocante a las lenguas indígenas, aunque lenta y parcialmente, empezó a cambiar. De hecho, ya en pleno reinado de Carlos III, “la castellanización” como se diría más tarde, había avanzado bien poco. De ello dan testimonio varios escritos y disposiciones, entre otros, del arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, apoyado por el virrey marqués de Croix. En su célebre carta “Pastoral para que los indios aprendan castellano”, enumeraba las razones por las que, a su juicio, había que acabar con la multiplicidad de las lenguas indígenas e imponer, de una vez por todas, el castellano. Carlos III pronto reaccionó a favor de esta manifestación y ordenó tajantemente se enseñara el castellano universalmente a los indígenas.

Trasladado Lorenzana a la sede cardenalicia de Toledo, y sustituido el marqués de Croix por Antonio María de Bucareli como autoridad suprema en el virreinato, ni lo promovido antes ni las reiteradas reales órdenes alteraron sustancialmente la situación. En vísperas ya del siglo XIX del movimiento emancipador de México la gran mayoría de los indígenas mantenía vivas sus lenguas. Ni siquiera había prosperado un deseado bilingüismo. El náhuatl, eso sí, estaba perdiendo su carácter de lingua franca.

Puede decirse, en suma, que las lenguas indígenas durante el periodo virreinal habían sobrevivido gracias a tres factores principales. Uno fue el empeño de los mismo hablantes de ellas que, a pesar de todos los pesares, las conservaron como elemento preciado de su identidad. Otro fue la persuasión y voluntad de los frailes convencidos de que, sólo a través de las lenguas nativas, podría llevarse a cabo adecuadamente la evangelización. Un factor más consistió en la actitud de la Corona española. Aunque, ésta, según vimos, mostró en varios momentos su determinación de implantar el castellano, de hecho asumió una actitud tolerante e incluso apoyó acciones para el mantenimiento, enseñanza y difusión de dichos idiomas. Tal fue el caso de la creación de las cátedras de náhuatl y otomí en la Universidad. Deben recordarse también las disposiciones que en varias reales cédulas se transmitieron en el sentido de que sólo los frailes y clérigos que conocieran las lenguas habladas en una determinada región podrían encargarse de las tareas de cristianización de los correspondientes indios.


Las lenguas indígenas durante el siglo XIX

Límites de espacio me impiden adentrarme en un estudio pormenorizado de lo que ocurrió a los indígenas y sus lenguas durante el primer siglo de vida independiente de México. La ya citada Shirley Brice Heath, así como Gonzalo Aguirre Beltrán se han ocupado de esto. En resumen puede decirse que el primer siglo de vida independiente de México en ningún sentido fue favorable a las lenguas indígenas. Si éstas en su mayoría perduraron fue, paradójicamente, gracias a la falta de atención que les concedió el gobierno y otras instituciones públicas y privadas. Arrinconados los indígenas en regiones poco propicias a su desarrollo económico y cultural, mantuvieron allí vivos los que con desprecio se tenían como “sus dialectos”.

A la luz de ideales igualitarios, desde la promulgación del Plan de Iguala en 1821 y luego en la Constitución de 1824, se impuso el criterio de que, por ser mexicanos, todos los habitantes del país, no debía hacer diferencias en los ordenamientos jurídicos. Esto abarcó naturalmente el campo de la educación y en él todo lo tocante a las lenguas indígenas. Así se silenció formalmente la palabra de los descendientes de los pueblos originarios que durante tres siglos habían hecho llegar sus demandas y quejas en su propia lengua.

Los indios, ante los ojos de hombres como el doctor José María Luis Mora y Valentín Gómez Farías, debían ser tratados de manera igual que el resto de los ciudadanos. Para alcanzar la anhelada unidad nacional en un país sumamente extenso y con una población muy dispersa, la educación tendría como objetivo impartir a todos una misma enseñanza en la que debía ser la lengua nacional, es decir el castellano. Se pensó que así se superarían la marginación y atraso de los indios.

En medio de una recurrente inestabilidad política, grandes penurias económicas, asonadas e incluso guerras extranjeras –con Francia y Estados Unidos– las poblaciones indígenas continuaron marginadas y desatendidas en todas sus necesidades, incluyendo las educativas. Tan sólo en caso de sublevaciones y guerras se dirigía la atención a los indios para reclutarlos forzadamente por el procedimiento de la leva.

Con la Constitución de 1857 la situación de los pueblos nativos empeoró. Al quedar suprimido el régimen de propiedad comunal en todas su formas, los pueblos indígenas iban a verse privados de sus tierras y territorios poseídos desde tiempos ancestrales. Ello sería la causa de su depauperamiento y marginación aún más radicales. Irónicamente, fue en ese contexto cuando, al implantarse el efímero imperio de Maximiliano (1863-1867), se les quiso restituir las propiedades mantenidas de forma comunal. Varios decretos expidió con tal propósito Maximiliano, por cierto en castellano y también en náhuatl.[12] Con esto quiso él enfatizar la importancia que concedía a las lenguas indígenas. La caída del fugar imperio desvaneció bien pronto lo que pudo tenerse como indicio de apoyo para la conservación y fomento de las mismas.

Entre los estadistas liberales que colaboraron luego con Benito Juárez, es digno de especial mención el escritor y pensador Ignacio Ramírez. Propugnó él por el establecimiento de un sistema educativo en el que se emplearan tanto el castellano como el idioma indígena de las distintas regiones. Sostenía que sólo así podrían los niños aborígenes desarrollar plenamente sus facultades mentales. Llegó incluso a proponer que, en función de las lenguas que se hablaban, se establecieran las distintas jurisdicciones geopolíticas en el país. Sus ideas, como podría esperarse, quedaron en el campo de la utopía.[13]

Muy contrario a ellas fue el filósofo positivista Gabino Barreda, fundador de la Escuela Nacional Preparatoria y promotor de un nuevo sistema educativo en todo el país. En él debían impartirse enseñanzas siempre en castellano en un plan igualitario sin distinción alguna racial o étnica. Y aunque por ese tiempo –últimas décadas del siglo XIX– hubo personas y aun algunas instituciones interesadas en investigar acerca de las culturas y lenguas indígenas, la situación de los descendientes de los pueblos originarios no mejoró por ello un ápice. Cabe mencionar al menos los nombres de los más destacados estudiosos, mexicanos y extranjeros, que hicieron aportaciones de considerable valor acerca de los idiomas nativos: Francisco Pimentel, Manuel Orozco y Berra, Joaquín García Icazbalceta, Francisco Belmar, Eduard Seler, Johann Karl Buschmann y algunos más. Sus trabajos, sin embargo, no rebasaron los ámbitos académicos.

Tal vez más que nunca prevaleció entonces la idea de que los idiomas indígenas eran un enorme escollo para alcanzar la integración de los indios a la “cultura nacional” y realizar así una unidad sin la cual no parecía imaginable el país. El célebre Justo Sierra, siendo ministro de Educación Pública, tipificó esta postura cuando, al inaugurarse el Consejo Superior de Educación Pública, declaró:

La poliglosia [pluralidad lingüística] de nuestro país es un obstáculo a la propagación de la cultura y a la formación plena de la conciencia de la patria […] Ello os dará la clave de por qué los autores de la primitiva ley de instrucción pública, llamamos al castellano lengua nacional […] siendo la sola lengua escolar llegará a atrofiar y destruir los idiomas locales y así la unificación del habla nacional, vehículo inapreciable de la unificación social, será un hecho.[14]

Estas palabras, pronunciadas el 13 de septiembre de 1902 por Justo Sierra son como la sentencia de muerte que se quería aplicar, de una vez por todas, a las lenguas indígenas. Y, sin embargo, los hablantes de ellas, arrinconados como peones en las haciendas o viviendo en regiones de refugio, casi todos analfabetas, depauperados y excluidos radicalmente de la vida económica, social y política de México, continuaban hablando en su gran mayoría sus idiomas maternos. Tal vez lo hacían porque no les quedaba otra cosa. Paralelamente a esa dramática situación había intelectuales que estudiaban y apreciaban con admiración el legado indígena, incluyendo el de sus lenguas. El gobierno costeaba exploraciones arqueológicas y erigía monumentos a héroes indígenas como el que por ese tiempo se levantó en honor de Cuauhtémoc en el cruce de dos de las más importantes avenidas de la ciudad de México. Esa era la situación imperante en vísperas del estallido de la Revolución mexicana de 1910.


Los pueblos indígenas y sus lenguas a partir de la Revolución mexicana

Consecuencia tangible de la Revolución fue la nueva Constitución promulgada en 1917. En su nuevo artículo 27 se prescribió la restitución de tierras en forma comunal a los pueblos indígenas. Otros aspectos de sus derechos quedaron al margen del interés de los constituyentes. Es cierto que se produjo entonces un movimiento de exaltación de lo indígena, pero esto se dirigió más a revaluar el legado prehispánico que a atender los requerimientos de su realidad contemporánea. En lo que se conoció más tarde como “indigenismo antropológico” cabe distinguir dos corrientes que, con matices distintos, iban a tener larga vigencia.

Una partió de la idea de que los indígenas continuaban viviendo en situaciones precarias precisamente porque sus formas de cultura eran anacrónicas y no les permitían acceder a la modernidad que buscaba el país. En lo que concierne a sus lenguas, se siguió pensando que eran ellas una barrera para la comunicación de los indígenas con el resto de la población. Por ello, había que castellanizarlos y alfabetizarlos en la que se llamaba “lengua nacional”. La clave, en suma, era asimilarlos o incorporarlos a la cultura de la gran mayoría de los mexicanos.

La otra corriente tomó como punto de partida el reconocimiento de que México está constituido por un conjunto de pueblos con lenguas y culturas diferentes. Manuel Gamio, que fue el principal promotor de esta corriente, si bien reconoció la importancia del mestizaje y el hecho de que en diversos grados y formas los pueblos indígenas también habían recibido la influencia de la mestización cultural, puso a la vez de relieve que éstos perduraban con sus grandes diferencias y sus propias lenguas.

Gamio concibió entonces un proyecto de investigación con un enfoque integral. Como lo señaló en La Población del Valle de Teotihuacán (1922), había que ahondar en el conocimiento de las diferencias culturales y lingüísticas prevalecientes en México. Para ello se fijó en distintas regiones del país que podían tenerse como más representativas de esa diversidad cultural. Su propósito último era proponer al gobierno federal y a los estatales diversas acciones que permitieran a quienes habían mantenido sus diferencias culturales y lingüísticas acceder a la realidad social, económica y política de México. En otras palabras, tales formas de acción se dirigían a acabar con la exclusión de los indios de la vida del país. Ello, en el pensamiento de Gamio, no implicó promover el desvanecimiento de las identidades indígenas. Hablando en un foro panamericano, señaló Gamio, la necesidad de revisar muchas de las constituciones latinoamericanas ya que en ellas, al no ser tomados en cuenta los indígenas, quedaron excluidos del marco político del país Entre otras ideas expresó:

Hasta la fecha las constituciones y legislaciones de México independiente han sido derivadas de este segundo grupo [el de cultura europea o europeizante] y tendieron a su mejoría, quedando abandonada la población indígena más radicalmente que lo fue por los legisladores de la monarquía europea quienes crearon por el indio y para el indio las famosas Leyes de Indias que constituyeron barrera poderosa a su triste debilidad.[15]

Siempre con la idea de poner fin a la exclusión de que eran objeto los pueblos indígenas, señaló la necesidad de que llegaran a estar representados en el Congreso por legisladores miembros de sus propias comunidades.[16] Y así como planteó esta necesidad, insistió en repetidas ocasiones en puntos muy relacionados con el tema de la autonomía indígena. Llegó así a sostener que entre los grupos indígenas de América están íntima y dinámicamente arraigadas las ideas democráticas. Éstas deben respetarse en sus formas de gobierno y en su organización social interior.[17] Corresponde, por tanto, a los pueblos indígenas elegir sus autoridades, diseñar las formas de su organización, al igual que los sistemas de aprovechamiento de sus recursos naturales. Todo esto lo llevó a señalar, una vez y otra vez, que había que reformar la Constitución ya que contenía artículos que resultaban del todo inapropiados y excluyentes para los indígenas.[18]

En lo tocante específicamente a las lenguas indígenas, si bien reconoció la conveniencia de que los distintos pueblos indígenas, para comunicarse unos y otros con el resto de la población, debían tener acceso al conocimiento del castellano, reiteró que en ello había que proceder siempre “sin perjuicio de que se estudien y cultiven también las lenguas indígenas”.[19] Un ejemplo lo dio el mismo Gamio que tuvo un cierto conocimiento del náhuatl.

Su pensamiento y acción influyeron mucho en el indigenismo mexicano y del continente. Hallándose al frente del Instituto Indigenista Interamericano, creado en 1940 como consecuencia del congreso de Pátzcuaro, celebrado con el patrocinio del presidente Lázaro Cárdenas, promovió la creación de Institutos Nacionales Indigenistas en varios países del continente. En México Alfonso Caso, con otros antropólogos como Julio de la Fuente, Gonzalo Aguirre Beltrán y Alfonso Villa Rojas, dando origen al Instituto Nacional Indigenista, se concentraron en fomentar el desarrollo de comunidades nativas en campos como el de la educación, las actividades económicas, la salud y el bilingüismo.

Sin embargo, no se puso énfasis en los puntos que, citando a Gamio, he señalado. Me refiero al reconocimiento jurídico de las autonomías en el régimen interno de los pueblos indios, la vigencia de su derecho tradicional, su representación en las cámaras, el cultivo, incluso literario, de sus lenguas, así como el tema de sus tierras y territorios. Atender directamente a todo esto iba a ser consecuencia del clamor indígena de tiempos más recientes.


El destino de las lenguas indígenas en el tercer milenio

Los procesos de globalización que, cada vez más intensos, se dejan sentir, obviamente afectan también a las lenguas de los pueblos indígenas. ¿Los llamados idiomas ecuménicos –en particular el inglés y, en menor grado, otros como el castellano– acabarán por relegar al olvido las lenguas de las minorías, como es el caso de las habladas por los indígenas de México y de otros países?

Desde luego que en el universo de las muchas lenguas vernáculas hay incontables diferencias que pueden influir en sus respectivos destinos. El número de hablantes de una lengua es un factor de muy grande importancia. Pensemos en el caso de la lengua seri, hablada en Sonora por sólo algunos centenares de personas o en el de los varios idiomas yumanos de grupos muy reducidos en el norte de Baja California. Otra, en cambio, es la situación de lenguas mesoamericanas como el náhuatl, el maya yucateco, el otomí, el zapoteco y el mixteco que, a pesar de todos los pesares, mantienen considerable vigencia en amplios territorios.

Suele afirmarse que la salud de una lengua está en razón directa no sólo del número de personas que la mantienen viva sino también de su utilidad como instrumento de comunicación ante la concurrencia de otro idioma de vigencia mayoritaria con el que tiene que coexistir. Cuando el empleo de una lengua se torna, por así decirlo, artificial, ya que no responde a requerimientos sociales, económicos y simplemente culturales, su vida invariablemente entra en peligro. Y esto mismo se acentúa sobremanera cuando el número de quienes la hablan se ve cada vez más diminuido.

¿Qué podemos decir, a la luz de esto, sobre el destino del náhuatl y en general de las lenguas de los pueblos originarios de México, en el tercer milenio? Una primera forma de respuesta es que hay algunas cuya perduración correrá cada día mayor peligro. Es un hecho innegable que lenguas como el paipai, el kiliwa, el guarijío y otras varias más se encuentran en tal situación. Refiriendo ahora la pregunta a las lenguas mesoamericanas que hasta hoy son habladas por varios cientos de miles de personas e incluso por cerca de casi dos millones en el caso del náhuatl, debe reconocerse que no por esto deja de estar amenazada su sobrevivencia.

El tercer milenio traerá consigo una nunca antes vista aceleración en los procesos de globalización. Algunos de éstos son inevitables y, debidamente canalizados, pueden tenerse como positivos. Tal es el caso, por ejemplo, de los procesos de globalización de la tecnología electrónica y de los conocimientos derivados de muchas ramas de las ciencias físico-matemáticas y naturales. Y si bien en esos campos no deja de haber riesgos, como serían lagunas de sus influencias en detrimento de la naturaleza, hay otros muchos procesos globalizantes que, más allá de cualquier duda, se presentan como adversos en el universo de la cultura.

Reiteraré que en la actualidad hay unas cuantas lenguas que pueden considerarse como ecuménicas o al menos de cada vez más amplia vigencia en el mundo. Una de ellas, el inglés, es una lingua franca. El español se impone cada vez más en el ámbito latinoamericano donde hasta hoy han subsistido, casi arrinconadas, las lenguas de los pueblos originarios.

¿Es de prever que en el próximo milenio no ya sólo el inglés sino también el español se convertirán en un reto para la supervivencia de las lenguas indígenas? Intentemos una respuesta, no ya teórica sino encaminada a promover determinadas formas de acción. Reconozcamos, en primer lugar, que toda lengua tiene atributos que hacen valiosa su perduración en el universo cultural. Cada lengua es una especie de gran ordenador, con características propias, del pensamiento humano. Por eso cuando muere una lengua, la humanidad se empobrece. Pero además, para el pueblo que tiene como materna una lengua es ella elemento insustituible en su discurrir y desarrollarse en el mundo. Es parte esencial de su propio legado. Siendo esto así, la pluralidad de lenguas en un determinado país debe reconocerse, al igual que su biodiversidad, como uno de sus más grandes tesoros.

Ahora bien, ¿Cómo puede encauzarse la convivencia de las lenguas de los pueblos originarios con la lengua, bien sea oficial o de uso mayoritario, en un país? Recordaré aquí un par de anécdotas. El poeta mazateco, y presidente de la asociación de escritores en lenguas indígenas Juan Gregorio Regino, manifestó en una reunión nada menos que ante el antiguo secretario de la ONU, Javier Pérez de Cuéllar, lo siguiente: “Usted, don Javier, probablemente habla varios idiomas, español, inglés, francés y quizás otros. Pero no tiene usted algo que yo sí tengo. Yo poseo dos lenguas maternas, el mazateco que me acerca con mi gente. Lo hablo con mi mujer y mis hijos, mis padres y mis abuelos. En esta lengua puedo conversar con cerca de ciento cuarenta mil personas. Pero el español, que también desde niño escuché de labios de mi madre que hablaba en esa lengua con los que no entendían mazateco, el español es también lengua que por esto tengo, asimismo, como materna. Además el español me permite comunicarme con los hermanos indígenas que hablan idiomas que desconozco y también puede acercarme a casi cuatrocientos millones de hombres y mujeres en toda nuestra América, en España y en otros lugares”.

A su vez, Natalio Hernández Xocoyotzin, de estirpe náhuatl, fue protagonista de lo que ahora recordaré. En ocasión del XI Congreso de las Academias de la Lengua Española, celebrado en Puebla en octubre de 1998, fue invitado a hablar en la sesión de clausura. Natalio Hernández, director de la Casa de Escritores en Lenguas Indígenas, fue breve y contundente. “El español también es nuestro” fue el título de su intervención. Coincidiendo con el poeta mazateco Juan Gregorio Regino, hizo ver a los académicos que la preservación y el cultivo de las lenguas indígenas en modo alguno se contrapone con la aceptación del idioma español. Éste, por su misma vigencia es ya pertenencia de todos y, en países multilingües como México, viene a ser valioso medio de comunicación entre los hablantes de tantas y tan distintas lenguas.

Las reflexiones de estos dos distinguidos maestros de la palabra, descendientes de los pueblos originarios de México, desvanecen la objeción que suele hacerse contra la perduración de las lenguas vernáculas. Es del todo falso que la conservación de ellas signifique un riesgo de fragmentación cultural y menos todavía un peligro para el fortalecimiento de la lengua que hablan hoy cerca de cuatrocientos millones de seres humanos. En realidad, como lo muestra la historia, las lenguas indígenas han contribuido considerablemente al enriquecimiento del léxico del español y, asimismo, de diversas formas, a matizar las hablas regionales de cuantos tenemos como propia la lengua de Cervantes en el Nuevo Mundo.

Lo que verdaderamente importa, en lo que concierne al destino de las lenguas indígenas en el tercer milenio, es encontrar los medios que propicien no sólo su perduración sino su enriquecimiento y cultivo literarios. Partiendo de la idea de que cuando muere una lengua la humanidad se empobrece, lo primero será concientizar de su valor a sus propios hablantes y a cuantos no han tenido aprecio alguno por ellas, considerándolas con frecuencia como “meros dialectos de los indios”. Hacer ver que toda lengua, en cuanto sistema de signos, es un manantial de simbolización, que abre camino a una pluralidad ilimitada de concepciones del mundo y que, más allá de su primordial valor en las esferas del pensamiento y de la comunicación, alcanza en la creación poética atisbos insospechados, incluso revelación de misterios.

Si, al igual que la biodiversidad, la pluralidad de lenguas es uno de los más preciados patrimonios de la humanidad, hay que encontrar los medios que impidan la muerte de idiomas que han existido en el Nuevo Mundo a través de milenios.

La educación bilingüe, debidamente implementada, será ya inaplazable. Los niños descendientes de los pueblos originarios agilizarán sus mentes al penetrar en los secretos de sus dos lenguas maternas, la suya vernácula y el español. Lejos de avergonzarse de hablar la primera, tendrán orgullo de ser bilingües, conscientes de que poseen dos formas distintas de comunicarse y concebir el mundo. Todo esto propiciará la creación literaria en la lengua vernácula. La gran literatura mexicana y también la gran literatura iberoamericana incluirán como partes insuprimibles de sí mismas las nuevas y las antiguas creaciones en las lenguas vernáculas. Los descendientes de los pueblos originarios y todos cuantos conviven con ellos disfrutarán del antiguo legado y de las creaciones de la nueva palabra en la gran sinfonía de las lenguas indígenas.

¿Es todo esto una quimera o un mero deseo? En la realidad contemporánea de las últimas décadas del siglo XX y ahora ya en el nuevo milenio se están produciendo cambios muy significativos. Uno es que México se reconoce ya a sí mismo, en el artículo cuarto de su Constitución, como un país pluricultural y plurilingüe. En virtud de dicho artículo corresponde al Estado mexicano implementar las formas para el fomento de las culturas y lenguas indígenas. Otro cambio que se está produciendo es el del creciente cultivo literario de lenguas que habían permanecido del todo marginadas. Existe hoy literatura –poesía, narrativa…– en lenguas como el náhuatl, zapoteco, mixteco, purépecha, otomí, maya yucateco, tzeltal, tzotzil y otras.[20] En las Casa de Escritores en Lenguas Indígenas se ofrecen talleres de redacción, clases de literatura indígena y de varias lenguas nativas. Son ya numerosos los libros y revistas portadores de la Yancuic Tlahtolli, la Nueva Palabra. Existen varias estaciones de radio en que se dan a conocer tales producciones. Pienso que también cada vez es más grande el número de los no-indígenas que aprecian y disfrutan la literatura indígena y que quieren aprender una lengua vernácula.

Más allá de cualquier consideración, es un hecho que, en gran medida, de nosotros dependerá el destino de las lenguas indígenas en el tercer milenio. Tal vez lo único que éstas requieren para volver a florecer es que, como las plantas a las que otra más grande hace sombra, se las libere de cualquier opresión. Entonces será verdad de nuevo lo que expresó un antiguo cuicapicqui, poeta del mundo náhuatl: “No acabarán mis cantos, no morirán mis flores, yo cantor los elevo, así llegarán a la casa del ave de plumas de oro”.


[1] Veáse Brice Heath, Shirley, La política del lenguaje en México: de la Colonia a la Nación, Instituto Nacional Indigenista (Colección Antropología Social, 13), México, 1972; Aguirre Beltrán, Gonzalo, Las lenguas vernáculas. Su uso y desuso en la enseñanza: la experiencia de México, CIESAS, México, 1983; Zavala Silvio, “Poder y lenguaje desde el siglo XVI”, en Políticas lingüistas en México, La Jornada y UNAM, México, 1997, pp.69-76; Guzmán Betancourt, Ignacio, “Las ideas sobre las lenguas indígenas en el México virreinal”, en Políticas lingüistas en México, La Jornada y UNAM, México, 1997, pp. 77-94; Garza Cuarón, Beatriz (coord.), en Políticas lingüistas en México, La Jornada y UNAM, México, 1997.

[2] Olmos, Fray Andrés de, Arte de la lengua mexicana, edición de Ascensión y Miguel León-Portilla, 2 vols., Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1993, p.15.

[3] Molina, Fray Alonso de, Vocabulario en lengua castellana y mexicana y mexicana y castellana, edición facsimilar y estudio introductorio de Miguel León-Portilla, Porrúa, México, 1977, pp. preliminares.

[4] Santo Thomás, Fray Domingo de, Grammática o Arte de la lengua general de los indios del Reyno del Perú, Valladolid, Oficina de Francisco Fernández de Córdova, 1560, pp. preliminares. Existe reproducción facsimilar con transliteración y estudio de Rodolfo Cerrón-Palomino, Ediciones de Cultura Hipánica, Madrid, 1994.

[5] Alvarado, Fray Francisco de, Vocabulario en lengua mixteca, en México, en Casa de Pedro Balli 1593, pp. preliminares.

[6] Recopilación de las leyes de los reynos de las Indias, 3 vols., t. II, Madrid, 1943, p. 193.

[7] Loc. Cit.

[8] “Relación que los franciscanos de Guadalajara dieron de los conventos que tenía su Orden”, Códice Franciscano, Chávez Hayhoe, México, s.f., p. 153.

[9] Como muestras citaré dos cartas que publiqué de un lugar muy aplartado del centro de México: Miguel León-Portilla, “Un cura que no viene y otro al que le gusta la india Francisca: dos cartas en náhuatl de la Chontalpa, Tabasco, 1579-1580”, Estudios de Cultura Náhuatl, México, UNAM, vol. 24, 1994, pp. 139-170.

[10] Brice Heath, op. cit., pp. 49-54.

[11] Solórzano y Pereyra, Juan de, Política indiana, 2 vols., t. I, Madrid, 1647, p. 399.

[12] Véase Horcasitas, Fernando, “Un edicto de Maximiliano en náhuatl”, en Tlalocan, vol. 4, núm. 3, México, 1963, pp. 230-235.

[13] Sobre las ideas de Ignacio Ramírez en relación con las lenguas indígenas, veáse Brice Heath, op. cit., pp. 111-114.

[14] Sierra, Justo, “Discurso pronunciado el día 13 de septiembre del año de 1902 con motivo de la inauguración del Consejo Superior de Educación Pública”, en Discursos de…, México, 1919, p. 191.

[15] Gamio, Manuel, Forjando patria (1a. ed., 1916), Porrúa, México, 1960, p. 71.

[16] Gamio, Ibid., p. 76.

[17] Ibid., p. 199.

[18] Loc. cit.

[19] Gamio, Manuel, La población del Valle de Teotihuacán, 3 vols., Secretaría de Agricultura y Fomento, Dirección de Antropología, México, 1922, p. xxxv.

[20] Son relativamente numerosas las publicaciones en que se dan a conocer producciones literarias en éstas y ñotras lenguas. Como muestra del aprecio que existe ya por las literaturas indígenas contemporáneas, cabe mencionar que la prestigiosa editorial Norton and Co., de Nueva York, la cual ha publicado grandes antologías de las literaturas clásicas antiguas y de las principales lenguas europeas, ha incluido en su serie una obra sobre las producciones mesoamericanas, desde las de la tradición prehispánica hasta el presente: In the Language of Kings. An Anthropology of Mesoamerican Literature, Pre-Columbian to the Present, edición y estudios de Miguel León-Portilla y Earl Shorris, Norton an Co., New York, 2001.

Obtenido el 8 de marzo de 2009 de: http://www.cdi.gob.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=263&Itemid=56