Cuento de José Manuel Valenzuela Arce
“Es hora”, dice el maistro, y acto seguido, como ritual mecanizado, Conejo comienza a guardar cucharas, carretilla y demás instrumentos de trabajo; después se dirige hacia el tambo, de donde extrae un balde con agua y comienza a lavarse, untándose el jabón que el Guaymas le echa sobre la mano. Paulatinamente, sus tatuajes comienzan a aparecer entre los restos de cal y cemento que se diluyen con el agua.
— ¡Sabadito alegre! —grita el Chispiro, que ya trae las cervezas, y ahí mismo hacen la fogata y ponen sobre el asador la carne, tripitas y cebollas.
—Al rato nos vemos —dice el Conejo—, me voy porque le dije a mi jaina que la iba a llevar a ver una muvi.
— ¡No mames, Conejo! —le increpa el Guaymas—, ya cálmala con la leona, te trae bien zurumato y cacheteando el pavimento, pinchi mandilón.
Después de las peripecias ritualizadas del viaje en camión, Conejo se agasaja con su baño de jicarazo; luego se pone las garras de salir, las lucidoras, las del estilo, las quemadoras; garras acá, firmes. Minutos después se contempla frente al espejo; da una última pasada a sus zapatos con el trapo de franela que lleva en la bolsa, se faja a filera y, bien tumbado, sale a buscar a la Lety.
— ¿Quiúbo, mija, ya está lista?
—Ya casi, se me hizo tarde porque le ayudé a mi jefa con el jale de los tamales; pero aguanta, que de votada me alineo.
— ¿Sabes qué, mija? Mejor al rato regreso, voy a caerle un ratillo a tripear en la esquina y retacho en corto,
A un lado de la tienda de abarrotes, Conejo encuentra a sus homies; sus meros brothers en las buenas y en las malas, quienes como todos los fines de semana se esmeran en el turiqueo y el cuidado del terre.
— ¡Ésele, pinchi Conejo!, ¿qué onda, dónde te habías metido? Ya hasta creíamos que te habían quinceado o que te habías descontado a Los Ángeles. Pinchi amor te pegó recabrón, güey.
Conejo se acerca contoneándose y, mientras saluda a sus amigos, dice despacio, como disculpándose: “Acabo de salir de camellar y neta que la carrilla está machín, pero tengo que alivianar el cantón y, como la flecha es derecha, me cae que ultimora y hasta me arrano.
— ¡Hazte a un lado, güey, que esa pendejada se pega!
— ¡Órale, pinchi Conejo, mejor llégale a la quigua! —y le pasan una cerveza, que él empina hasta el fondo.
— ¡Órale, ése, ahí te llevo con la sed; pareces camello, güey!
—Cálmese, Luisillo, no me deje abajo, que usté es mi mero brother; o qué, ¿no somos carnales desde morrillos y nos hemos hecho paros en guato de broncas y nos esquineamos en los bonos y las quinceadas?
Luisillo y Conejo se abrazan y empinan las caguamas hasta el fondo. Después afloran los inevitables recuerdos: “¿Te acuerdas cuando me hiciste el paro con los de la Líber?”. “Pues claro, ése, ahí fue donde le apagaron el ojo al Monky”. “¿Te acuerdas cuando nos carrucharon en el bono de la Piri?”...
Y así se van introduciendo en el juego cotidiano de tejer recuerdos, a pesar de que la suya es una amistad alimentada del presente, de hazañas extraordinarias, desplantes certeros, venganzas honorables, aracles y torcidas.
Las cervezas son inagotables, como las bromas o los alardes de fuerza y osadía enmarcados por las risas que llegan hasta los límites territoriales controlados por el barrio. Cuando el Conejo ve su reloj ya son las nueve y media.
— ¡En la madre!, ya se me armó con mi ruca.
—No me vayas a dejar abajo, Conejo correlón —dice el Luisito— Desde que andas de caliente ya no la rolas como antes; se me hace que eres puro mandilón.
—Está bueno, ya párale, Luisillo; me voy a quedar otro rato pa que veas que soy firmes, pero conste que se me va armar con mi jaina.
Horas después el grupo continúa en la esquina, bromeando y tomando; los ojos rojos y las palabras arrastradas denotan los estragos de las interminables caguamas, que circulan entre carrilla o halagos al buen placazo del barrio; a sus aventuras, su invencibilidad, sus épicos desmadres.
Conejo y Luisillo enfatizan sus papeles protagónicos frente al grupo, pues ante propios y extraños, en los paros y las broncas, son reconocidos como los mejores del barrio.
En medio de hazañas reales e inventadas, aparece la pregunta inevitable, lanzada por el Juanillo desde su inamovible posición:
“¿Quién es mejor de los dos para los trompos?”, y las opiniones se dividen.
Conejo y Luisillo los escuchan divertidos, abrazándose y haciendo fintas de boxeo. Ante la insistencia de los amigos, Luisillo dice al Conejo con sonrisa de complicidad: “¿Qué onda hommie, nos damos un tiro acá, de compas, para que estos güeyes dejen de estar chingando?”
Al Conejo le entusiasma la idea, así que se abren y comienzan a danzar, marcándose golpes y paladas; pero luego, ya en calor, el tiro se va poniendo más bravo y los puñetazos suenan secos, aunque ellos, indoblegables, no dejan de sonreír y fanfarronear. Paulatinamente, la risa se va desdibujando sin que ellos dejen de pelear, haciendo gala de fuerza y agilidad. Caen al suelo y ahí continúan forcejeando hasta que los separan, pero se levantan y reinician la lucha. Los golpes comienzan a llegar con coraje, pero ya no escuchan las voces que tratan de separarlos. La sangre mancha sus ropas y sus gestos se endurecen. Repentinamente, en un movimiento preciso e imperceptible sólo denunciado por el clic seco que corta la noche, Luisillo saca a filera que lleva fajada y casi al instante truena también la filera del Conejo
Los navajazos rasgan el aire, pero ellos los esquivan con la agilidad animal que han desarrollado en tantas broncas vividas. A Conejo le comienzan a faltar el aire y los reflejos; siente que su condición física privilegiada empieza a fallarle, que el cansancio acumulado del trabajo intenta vencerlo, y no es lo suficientemente rápido para esquivar el cuchillo que entra en su pecho y le llega profundo, como el silencio repentino del barrio.
Luisillo tarda varios segundos en reaccionar; después se abalanza sobre el Conejo y, mientras lo abraza, le grita con voz tierna y llorosa: “! Levántate, Conejo! ¡No me dejes abajo! ¡Guacha, ahí viene la Lety! Levántate, carnal!”
Valenzuela Arce, José Manuel. El umbral de la filera. ICBC, Mexicali, 1993.