11 DE OCTUBRE DE 2013
MÉXICO, D.F. (Proceso).- A finales de 1959 se necesitaba cierto valor para decir que uno admiraba a Borges. Todo el mundo parecía estar en contra de él, en particular los que poco tiempo después serían sus más fanáticos devotos.
La Revista de la Universidad ocupaba el décimo piso de la Rectoría. Desde allí podía observarse un cuadro pintado por un José María Velasco que hubiera salido del taller de Brueghel. El Ajusco intacto, el Pedregal casi deshabitado, el aire sólo estremecido en su transparencia por el humo que salía de la fábrica de papel.
Juan García Ponce llegó a decirme:
–Ven a ver cómo destrozan a tu ídolo –y me condujo a la oficina de la redacción. Allí se encontraba Álvaro Mutis. Repitió las objeciones consabidas y se ganó de inmediato mi hostilidad.
Ya no le dije cuánto me habían impresionado las crónicas que unos meses atrás le hizo Elena Poniatowska, con dibujos de Alberto Beltrán en nuestra Biblia de entonces, el suplemento México en la Cultura. En aquellos días Mutis estaba preso en Lecumberri por haber dispuesto del dinero que le daba para relaciones públicas una aerolínea. No actuó en su beneficio, sino en auxilio de jóvenes escritores y pintores sin blanca. El texto se recogió en un libro, Palabras cruzadas, que por razones desconocidas nunca se ha reimpreso.
El maestro perfecto
Francisco Cervantes editaba en Querétaro una revista muy humilde, Ágora. En ella publiqué unos poemas que ahora supongo malísimos. El profesor de literatura de Cervantes era hermano de Efraín Huerta. Gracias a Efraín, Francisco se hizo amigo de Elena y de Beltrán, y por tanto de Mutis. Él le dijo que quería conocerme debido a los textos de Ágora. Un domingo por la tarde nos recibió en su apartamento de avenida Coyoacán, muy cerca del parque hoy abolido que se consagraba a la memoria del mariscal Sucre.
Durante muchos años ese lugar fue, por la infinita generosidad de Mutis con un desconocido de más que dudoso porvenir, mi aula informal, mi taller literario, mi indicador y examen de lecturas. Mutis, que jamás dio clases, era el maestro perfecto capaz de suscitar en sus oyentes el mayor entusiasmo, el deseo de escribir, la voluntad de saber.
Como Fernando Benítez, Mutis fue incapaz de retener uno solo de sus libros. Su alegría era comunicar y compartir sus admiraciones. Yo salía de su casa con un volumen para mí inaccesible de La Pléyade o un libro o varios de Conrad en la serie editada para Emecé por Borges y Bioy Casares. Al mismo tiempo me regalaba textos colombianos y ejemplares de Mito, la gran revista de Jorge Gaitán Durán.
El viaje que no fue
En sus páginas me entusiasmó El coronel no tiene quien le escriba.
–Bueno, si le gustó (me habló siempre con el “usted” colombiano que es una forma de tuteo inaccesible para nosotros los extranjeros) le voy a regalar La hojarasca. Jamás lo presté porque en México no hay otro ejemplar.
La relación llegó a ser tan íntima que una noche le conté de mi tragedia. Para los demás no era ningún desastre sino una experiencia normal, dolorosa pero indispensable. Sin embargo, los 20 años son la peor edad de la vida. El mundo se me había acabado cuando me dejó A. Ella, a los 18, era de tiempo atrás una mujer nada dispuesta a lidiar con quien seguía siendo un niño.
–Tengo la solución. Usted se me va a trabajar con Gabo. Si se queda aquí seguirá sufriendo al pasar por los lugares que compartieron, al verla con otros, al entender que las puertas de su casa se le cerraron para siempre.
Todo parecía ir muy bien pero el posible trabajo se deshizo y fue García Márquez quien tuvo que venir a México. Carlos Fuentes siempre poseyó la habilidad para alquilar en cualquier parte del mundo casas de amigos ricos. Se creó en el imaginario del rencor la idea fantasiosa de un grupo delictivo que cerraba el camino a los buenos escritores, vivía en mansiones de San Ángel y se desplazaba en automóviles deportivos. En efecto, Fernando Benítez tenía uno que era su única posesión. Monsiváis y yo éramos la refutación viva de esas nociones pues habíamos entrado en el suplemento cuando éramos simples estudiantes sin familia rica ni poderosa, vivíamos sin dinero y empleábamos todas las líneas de camiones, tranvías y trolebuses.
Hemingway y García Márquez
En una reunión dominical en el jardín dije:
–Hoy llega a México Gabriel García Márquez.
–¿Quién es García Márquez? –preguntaron varios. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Fuentes y yo contestamos:
–El mejor escritor colombiano.
Por la noche fui al cine Paseo con D., tan bella e inteligente como A. Su sola presencia había borrado todo vestigio de la tragedia. En el dominical Claridades vimos que en ese 2 de julio de 1961 había muerto Hemingway. Pasaron años antes de que el accidente se revelara como un suicidio. Para mí fue acto simbólico: la novela angloamericana dejaba el paso a la hispanoamericana.
Llegué a mi casa y me sorprendió hallar esperándome a Mutis y a García Márquez.
–Tienes el único ejemplar que hay aquí de La hojarasca. Es urgente que nos lo prestes. Te lo devolvemos de inmediato.
Les di el libro.
En honor de García Márquez debo decir que me lo devolvió seis años después, cuando bajo un diluvio fue a dejármelo junto con uno de los primeros ejemplares (sin la portada de Vicente Rojo, demorada en el correo) de Cien años de soledad.
Aquel domingo de julio lo prioritario era encontrar alguna fuente de ingresos. Ofrecí lo muy poco que estaba a mi alcance: una nota sobre Hemingway para México en la cultura y un cuento para la Revista de la Universidad.
La última noche en el laberinto
Pasaron los años y no dejé de leer ni frecuentar a Mutis. Ya en los setenta nos invitaba a comer cada semana a Ignacio Solares, a Cervantes y a mí. Comenzó una larga época en que viví fuera de México la mayor parte del año. Se acabaron las reuniones semanales y muchas cosas más.
En 1986 fuimos a una reunión literaria en Toronto. Mutis estuvo tan lúcido, encantador y cariñoso como siempre. Nos hospedaron en la universidad de York en unos dormitorios estudiantiles desiertos por vacaciones: cien o mil edificios idénticos. No fue difícil dar con el cuarto asignado a Mutis. Me despedí. Él generosamente se ofreció a acompañarme hasta el mío.
Durante no sé cuántas horas erramos por ese laberinto sin luz, primero entre risas, después con un creciente e inconfesado pánico. No había nadie y los teléfonos de la universidad dejaban de funcionar a partir de las 12. El fantasma de Maqroll el Gaviero nos orientó por fin y Mutis pudo hallar el número de mi cuarto. Nos despedimos con un gran abrazo. Sin que mediara pleito ni discordia, jamás nos encontramos de nuevo.
Alvaro Mutis vive en mi memoria no como el Gaviero, sino el capitán que por lo menos tres veces me salvó del mar de los Sargazos, el estrecho de la ignorancia y el océano de las Tormentas.
Tomado del portal de Proceso.