lunes, 8 de octubre de 2012

Leyenda del jinete sin cabeza


Un señor ya viejo que se llamaba Carmelo tenía una parcela en el Valle de Mexicali, donde sembraba, según la temporada, algodón o trigo. La cuidaba mucho y tenía la costumbre de regarla en la madrugada, porque a esa hora las matas aprovechaban más el agua.

Un día, como a eso de las cuatro de la mañana, escuchó muy cerca el trote de un caballo. Se le hizo extraño que alguien anduviera por ahí pero, con todo y eso, dijo con amabilidad:

—¡Buenos días!

Como no le contestaron, volteó, y grande fue su sorpresa pues no había nadie, aunque el Canelo, su perro, no paraba de ladrar. Nunca creyó en cosas de espantos y, sin embargo, esa vez le ganó el miedo. Trató de calmarse y se fue a su casa.

Todo el día se la pasó inquieto y, a la hora de la comida, le platicó a su mujer lo que había ocurrido, pero ella no le creyó.

Pasaron los días y nada extraño se escuchó en la parcela, pero un lunes muy temprano el señor salió acompañado del Canelo y, cuando subió a su troca, se dio cuenta de que había olvidado su lonche.

Al regresar a su casa, un caballo desbocado que corría sin freno hizo que se detuviera en seco, pues el animal andaba sin tocar el piso y se dirigía justo hacia él. Casi lo tenía encima ¡cuando desapareció!

El señor tragó saliva y no se movió durante un buen rato. Todavía tembloroso, entró a su casa, donde se quedó dormido. A mediodía, su señora lo despertó:

—Carmelo, levántate a comer, ¿qué tienes? Estás pálido.

—Es que me pasó una cosa bien fea y ya no pude ir a la parcela —dijo el señor y le contó lo del caballo aparecido.

Al escuchar a su marido, la señora se persignó porque le dio mucho miedo y, al ver que Carmelo se dirigía hacia fuera, le dijo:

—¡No vayas a la milpa, te puede suceder algo malo!

El señor no le hizo caso. Se subió a la troca y se fue. Al llegar, dio unos pasos y se paró bajo un árbol frondoso. Subían a lo lejos los últimos rayos del sol, cuando a su espalda escuchó las pisadas de un animal que se acercaba.

Al voltear, descubrió a un enorme caballo blanco frente a él. Lo montaba un jinete vestido de charro, quien dejó al viejo quieto del miedo, pues su cuerpo terminaba en los hombros: ¡no tenía cabeza!

—¿Quién eres? —preguntó, armándose de valor— ¿para qué me quieres?

No hubo respuesta.

Carmelo empezó a sudar, quería moverse y no podía; ver al jinete sin cabeza lo había paralizado.

Entre las ramas del árbol sólo se oía el sonido del viento. En eso, se escuchó una voz que venía de quién sabe dónde, parecía que salía de la tierra porque era hueca y tenebrosa:

—Soy Joaquín Murrieta. De seguro has oído hablar de mí; vengo a confiarte un secreto.

—¿Qué es lo que quieres? —dijo el señor en voz alta.

—Escucha con atención lo que voy a decirte: en esta parcela, enterré un magnífico tesoro y quiero dártelo pero con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Carmelo.

—Sólo tú puedes desenterrarlo. Nadie, absolutamente nadie más debe hacerlo, porque aquel que lo haga caerá muerto como lluvia del cielo y tú junto con él.

La voz se fue apagando. En un abrir y cerrar de ojos, el descabezado desapareció con todo y caballo. El señor se quedó sorprendido. Después de un rato, se subió a su troca y se dirigió al pueblo.

Cuando llegó, era tanta su emoción que a todos los que veía les platicaba su aventura y su buena suerte. Reunió las herramientas que necesitaba y regresó a la parcela, pero no volvió solo, lo acompañaba un grupo de hombres.

A Carmelo no le importó que destruyeran su sembradío, ya que por todos lados hacían hoyos con picos y palas.

Al cabo de unas horas, uno de ellos gritó que había dado con algo. Se fueron a ese lado del terreno y escarbaron con los rostros llenos de felicidad. Encontraron costales hartos de monedas, cadenas, anillos y otros objetos de oro y plata. Brincaban y gritaban haciendo bulla, pero eso no duró mucho: un jinete sin cabeza en un gran caballo blanco apareció entre ellos.

Carmelo se acordó entonces de la advertencia de Joaquín Murrieta; sin embargo, era demasiado tarde.

El jinete sin cabeza dio una orden a su caballo, éste pateó la tierra y el tesoro empezó a hundirse jalando a todos los que estaban ahí entre gritos de espanto y desesperación.

Carmelo suplicó que no lo hiciera, que lo castigara a él y no a aquellos inocentes, pero fue inútil: en unos segundos no quedaba nadie, sólo Carmelo y el jinete, que desapareció sin decir nada.

Carmelo regresó a su casa, no dijo nada a su esposa, se sentó en la entrada y no se movió más. Pasaron los días, el viejo no volvió a comer y se fue secando, secando hasta que se murió.

Nadie más supo de lo ocurrido. Se dice que Joaquín Murrieta sigue cabalgando por aquellas tierras buscando a quién darle su tesoro.

Publicado originalmente en el libro La Rumorosa y los aparecidos. Textos de Rubén Fischer e ilustraciones de Isaac Hernández.

Obtenido el 8 de octubre de 2012 de: http://prosoema321.blogspot.mx/2007/08/prosoema-no-41-24082007.html