En un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devolverle la vista.
Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. Él sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:
—Señor rey, si usted quiere curarse, lávese los ojos con el agua donde se haya puesto la Flor del Olivar.
El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.
El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.
Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera, y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba compasión oírlo. La mujer dijo al príncipe:
—Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.
—¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí –y continuó su camino. Pero nadie le dio razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.
Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vio a la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y es que era tan mal corazón como el otro, le respondió: —¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos.
Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar.
Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.
Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar. Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.
Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el príncipe bajó de su caballo y buscó de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dio a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos desmigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dio con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acostó bajo un árbol.
La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en qué andenes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.
—Si no es más que eso, no tiene usted que dar otro paso –le dijo la Virgen–. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.
Así lo hizo el príncipe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, besó al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.
Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseñó la Flor. Ellos lo llamaron y lo recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron.
En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.
Cuando estuvo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron.
Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.
Los príncipes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavó el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo a sus hijos que, al morir, su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.
Entretanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día pasó un pastor y cortó una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oír cantar así:
No me toques, pastorcito,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oírla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quien no anduviera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.
Llegó la noticia a oídos del rey, y este hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oír la flauta, recordó la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada. Pidió al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos, la flauta cantó así:
No me toques, padre mío
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los príncipes.
El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:
No me toques, madre mía,
ni me dejes de tocar,
que mis hermanos me mataron
por la Flor del Olivar.
El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos príncipes estaban pálidos y con las piernas en un temblor. El príncipe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta cantó:
No me toques, hermano mío,
ni me dejes de tocar,
que aunque tú no me mataste
me ayudaste a enterrar.
El príncipe mayor, por orden de su padre, tuvo que tocar la flauta:
No me toques, perro ingrato,
ni me dejes de tocar,
que tú fuiste el que me mataste
por la Flor del Olivar.
El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo, y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.